Hambre contra el tiempo
Análisis 29/08/2019 05:44 pm         


Por Egildo Luján Nava: El show debe continuar



Egildo Luján Nava

Hace 7 años que se produjo una explosión en la Refinería de Amuay, en el Estado Falcón Y, entonces, dichas instalaciones procesaban más de un millón diario de barriles de crudo. No fue célebre la frase del Presidente de entonces, Hugo Chávez Frías, cuando, sin que el país y el mundo supieran a qué se había debido el siniestro, sencillamente, se limitara a decir que, de igual manera, habiéndose ocurrido lo sucedido, “el show debía continuar”.

Desde entonces, el show ha continuado. Y al día de hoy, el procesamiento diario de crudo no llega a 700.000 barriles. El show era el proceso destructivo de una industria petrolera que, alguna vez, fue ejemplo y modelo mundial. Es por eso por lo que, sin duda alguna, sea comprensible que los análisis que se hacen actualmente, a propósito de lo que aquí ha sucedido con la industria petrolera, concluyan en que se trata de un hecho inconcebible; tanto, como lo que ha sucedido con el país en general.

Con un país que fue considerado hasta hace pocos años uno de los más ricos de América Latina. ¿Por qué? Porque en él, para el 2001, se producían 3 millones 200 mil barriles diarios de crudo y para el 11 de marzo de 2011, no obstante haber reducido su producción en un millón de barriles diarios, tenía la ventaja de mercadear dicho producto por barril a un precio de $127. También porque la producción alcanzaba a 2.38 millones de barriles diarios, y el ingreso anual se traducía en 110 mil millones de dólares.

¿Cómo dudar que ese enorme ingreso de dinero en un país de apenas 30 millones de habitantes no era suficiente para que se le calificara país rico?

Para el principio del Siglo, los planes de expansión de la petrolera venezolana planteaban que su meta consistía en alcanzar en 5 años una producción de 5 millones de barriles diarios. Pero, contrariamente a esos planes, para el año 2011, por desidia, ineptitud y malos manejos, Petróleos de Venezuela, lejos de aumentar su producción de crudo, la redujo en un 30%. Es decir, avanzó en su drástica caída hasta el 25 de agosto de 2019, a niveles de reducción a sólo 700.000 barriles diarios.

Se trata de una reducción insólita. Porque el decrecimiento real desde el 2001 hasta el día de hoy, ha sido de 2 millones 600 mil barriles diarios. Una cantidad en barriles que, al precio actual, implica una pérdida anual de ingresos adicionales estimados en $36 mil millones al año. Cantidad suficiente para que, supeditada a una eficiente y transparente administración y gerencia diaria, pudiese haberse convertido en la salvación económica del país.

Siendo un país dependiente en ingresos en más de un 95% de la venta de un solo producto, el petróleo, y de haber reducido su producción drásticamente a apenas un 20%, lo inconcebible es que, además, ante el escenario de las dificultades, el administrador haya procedido con una política de atropellos, abusos y acoso al sector privado. De hecho, la consecuencia ha sido la desactivación de más del 80% de su industria privada; de igual manera, de más de un 75% de su producción agropecuaria, a la vez que la sustituyó con una agricultura de puertos, mientras que al comercio y los servicios lo ha llevado a niveles a punto de colapso.

Pero, además, como si eso no hubiera sido suficiente, y para agravar aún más la situación en rechazo a sus acciones, Venezuela ha quedado aislada por más de 60 países de entre los más importantes del ámbito Occidental. Dichos países no reconocen hoy la legitimidad del actual gobierno nacional, y, como era de esperar, hacen su peso institucional para que sea real y efectivo el veto de que la Nación es objeto por las entidades financieras internacionales, las cuales se abstienen de otorgarle cualquier auxilio financiero.

Este triste y lamentable panorama ha ocasionado una estampida o diáspora ciudadana de, por lo menos, 4 millones de personas. Se trata de connacionales que, principalmente, se han desplazado a los países vecinos. De ellos, sólo Colombia ha recibido cerca de millón y medio de venezolanos.

El resto de la población en Venezuela -aproximadamente 26 millones, según se estima- está viviendo una situación precaria, donde el 75% de la población recibe un salario paupérrimo que no excede los $ 15 mensuales; inclusive, algunos miembros de este grupo no llegan a percibir ni $5 al mes; a la vez que se considera que el 15% está en un rango de ingreso salarial que no excede los $100, 7% que ingresan entre $100 y $500 mensuales. Supuestamente, tan sólo un 3% de la población excede en sus ingresos mensuales de $500 en adelante.

Este cuadro porcentual de ingresos salariales no refleja otra cosa que una gran tragedia: hambre y desesperación ciudadana, con todas sus terribles consecuencias.

No se puede aceptar la obvia indiferencia -además de que es intolerable- que se siga desperdiciando tiempo en diatribas y diálogos fallidos o suspendidos por razones de apreciación o caprichos personales, sin pensar en que el país se está destruyendo. Pero, además, que a sus legítimos dueños, los ciudadanos, se les mantenga maniatados e impedidos de poder tomar una decisión. La gran mayoría cree en una solución pacífica; apuesta a favor de pasos de entendimiento. Sin embargo, por miopía de las autoridades e intereses mezquinos a nivel político, a esa misma población se le está empujando a una peligrosa confrontación.

Esa misma razón ha conducido a que la situación del país haya involucrado al ámbito internacional. De hecho, ya la solución no está en manos venezolanas. No se trata tan sólo de un problema humano: hay intereses económicos, fronterizos y geopolíticos, que forman parte importante de la preocupación y agenda de muchos países. 

Coloquialmente, dicen que "muchas manos en la olla, ponen el caldo morado". Y eso se traduce en que o se actúa pronto, o el país y sus ciudadanos corren un gran peligro. Ya no hay otra solución. El Gobierno tiene que salir. El país y el mundo quieren un cambio. Las sanciones internacionales cada vez son más severas y el país está acorralado.

Hay que convocar a unas elecciones libres, regida, controladas y supervisada por un nuevo Consejo Electoral. Por una institución que haga gala de imparcialidad, transparencia y honradez: asimismo, que apoye su desempeño en un sistema depurado y una supervisión directa internacional.

Tiene que ser un proceso, además, que contribuya a erradicar el odio, y que, en acción ciudadana conjunta, dedique todo el esfuerzo que sea necesario para hacer posible la recuperación del país.






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