A las seis de la mañana Nasif llega al final de la calle al-Rashid. Debajo de una arcada tiende la tela blanca que luego cubre de collares. Sentado en el muro, sus ojos retratan el paso lento de hombres y mujeres que entran, salen y se cruzan en los portales amarillentos de Bagdad.
Con los brazos cruzados, en meditación, con la mirada distraída parece un buda magro que espera a los clientes y cuida los misterios de la ciudad. A las seis de la tarde se oye el murmullo de los minaretes, ya la medialuna está impresa y ahora Nasif navega en el Tigris en busca de la tabla milagrosa que un día de aguas inmemoriales abandonara el Profeta en un lugar remoto de Mesopotamia.