Cuando nace el diarismo en Venezuela
Historia 26/06/2019 11:44 am         


Por Humberto Cuenca: Años 1800 marca el verdadero nacimiento del diarismo en su concepción moderna



Humberto Cuenca

Si bien se consideró la Gaceta de Caracas (1808) y ahora el Correo del Orinoco (1818) como los primeros periódicos, la aparición del Diario de Avisos y Semanario de las Provincias (1850) marca el verdadero nacimiento del diarismo en su concepción moderna

Si bien la primacía cronológica de primer diario venezolano pertenece al Diario de Avisos (1837), de breve existencia, la preeminencia por su calidad, amplitud y duración corresponde al Diario de Avisos y Semanario de las Provincias (1850-61), distinto del anterior, fundado por Mariano de Briceño, nuestro primer diarista. Durante más de diez años, este periódico mantuvo una dualidad muy característica: era diario en Caracas y semanario en las Provincias. En una hoja sencilla se publicaba en la capital todos los días menos los feriados, a la misma hora, y los miércoles y sábados aparecía en dos hojas, cuya colección numerada era el Semanario de las Provincias. Tal vez fue el primer periódico vendido al pregón, difundió los sucesos extranjeros de los periódicos europeos que traían los “paquetes” y estableció un club rotativo de suscritores para la lectura del periódico.

En una ciudad con aire provincial, sin telégrafo, sin caminos y sin vapor, donde el gas es lo único que se ve de noche y de lejos y en una “tierra en que todo es transitorio, precario y accidental”, cuando acababan de apagarse las llamaradas políticas encendidas por El Liberal y El Venezolano, el doctor Mariano de Briceño, sobrino del famoso “Diablo”, defensor de Aranda, logra sostener un diario que rebasa la década monaguera y cuyo primer número aparece el 18 de enero de 1850, fecha que con más acierto y mejor conocimiento ha debido ser escogida como Día del Periodista porque en ella comenzó realmente el diarismo venezolano, mientras que la otra, la del 24 de octubre de 1808, en que se publicó la Gaceta de Caracas, hace honor a un periódico semanario, que se inició bajo el gobierno colonial y fue alternativamente realista y republicano. El Diario tiene un ámbito austero, de periódico inglés. Su primera página, como los periódicos de su tiempo, tenía un claro carácter comercial, de información económica, con apretadas hileras de datos estadísticos y aquel lento y perezoso movimiento de puertos, lejano reflejo de un mundo que a la distancia parecía dormido y estaba palpitante. Los avisos personales son escasos, pero bien redactados. La hoja tiene un tintaje uniforme, sin abarquillamiento, en tipo pequeño, conservador, sin títulos estridentes, pero sin viñetas, flexibilidad ni gracia. Nos imaginamos que su redactor –jurista eminente- revisaba hasta la última línea para evitar delitos de imprenta, frases de mal gusto, amarillismo judicial.

Aún las noticias más trascendentales para la República, como la libertad de los esclavos, la destitución de Monagas y su camino de la legación al destierro, las sesiones de la Convención de Valencia, el desgraciado protocolo de Urrutia, sucesos estos cuyos titulares harían enrojecer los nervios de los lectores, no rebasan la columna, pero hincados en tipo negro y firme. Este periódico hace recordar en mínimo a The Times cuando anunció la derrota de Napoleón en Waterloo con título a una sola columna en el más alejado extremo de la última página. La segunda es la página de opinión y cada vez que el historiador se proponga un estudio analítico o sintético tendrá que ocurrir a esa segunda página donde están los primeros perfiles del ensayo moderno. Mientras los editoriales de Lander y Guzmán tienen trascendencia política, los de Mariano de Briceño adquieren más carácter de ensayo, pero en tedioso estilo y cuya unidad le permitió posteriormente articularlos en libros.

Aquel sangriento sarcasmo, hiriente anécdota y actitud siempre propicia para el chiste, que llevó a muchos hombres a diluir sus energías en la gracia humorística –signo crítico de su drama interior- y cuyos apodos y sobrenombres –“Ángel caído Quintero”, “Tragaldabas Acevedo”, “Alfarache Guzmán”- como la caricatura que en un esdrújulo soneto circuló contra Juan Vicente González y las Pláticas de Asmodeo contra los que rodearon a los Monagas, se arremansa ahora en las páginas severas de este diario que hace de la hacienda, comercio, agricultura, educación, leyes, materias de su tratamiento preferente. Pero un periódico no puede reducirse a una compilación de avisos y noticias y por ello si bien elude la política proselitista del ambiente, promueve discusión sobre política doctrinal. Aspira a formar un cuerpo editorial y es tal vez el primero que trae columnas remuneradas.

El Semanario es el mismo Diario que al paso del coche y vestido de viajero provincial recoge la crónica fúnebre y pestilente del cantón en vacaciones. Es la gripe, el tifus o el vómito negro que hace caer los hombres con dolores en las ingles, en retorcidas convulsiones, delirantes y afiebrados, donde unos huyen de otros por temor al contagio, pues hasta los que se quieren se desatan y corren escapados y errantes. Mueren sin cementerio los últimos próceres que se opusieron a las lanzas realistas en la Independencia y que después irán al Panteón. Llega del norte el cadáver de Vargas y la Universidad es el único centinela cívico de su catafalco. “El genio no perece, desde la tumba helada, la sombra del maestro preside a sus alumnos”.

El Cnel. Castelli propone perforar el Ávila para extender un ferrocarril de Caracas a La Guaira y un poeta indignado por el sacrilegio que implica horadar la valla montañosa, increpa: “Ávila portentoso, peregrino –viajero de los siglos sin memoria…” pero todo concluye cuando el Diario aplica al proyecto un epíteto de humor: Tonel del Ávila. Un peluquero francés ofrece moños, crespos, pelucas y casquetes que los señoritos aprovechan para estratificarse en los daguerrotipos que ejecuta Basilio Constantin e ilumina Gabriel Arámburu. Michelena y Rojas entrega a la Universidad un retrato de Bello “après nature”. Aparecen los primeros signos de la lucha agraria, estremecido capítulo de nuestra historia social. El heredero que abandona la propiedad llama comunista al poseedor que le opone la prescripción. Desde 1853, el calificativo se hace lugar común: “Habitantes de Tocuyo –dice Ramón C. Yépez- heredé allá de mis padres dos haciendas, las cuales he cultivado con la misma confianza de que en mi patria no impera el comunismo”. “La causa es común. La causa es social. Los venezolanos todos detestan el comunismo”. Por ahora la pugna es solo jurídica, pero en el aire se presagia la guerra federal. Después, un jinete de fuego distribuye el agro entre sus partidarios.

Que el ensayo se desarrolla de preferencia en épocas de crisis, afirmó alguna vez Mariano Picón Salas y la certidumbre de esta afirmación la adquirimos al juntar imaginariamente los bordes de los momentos históricos en que les tocó escribir a Montaigne y a Sartre, cuyas obras son producto de crisis. Hemos observado que las primeras matrices, desde luego muy imperfectas, de nuestro moderno ensayo, se encuentran sepultadas bajo el peso de serenatas indianas y de novelas en verso, fantásticos delirios y amarillentos reflejos, pues lo mejor de nuestro romanticismo está dormido e intocado en nuestras colecciones de periódicos. Y precisamente, esta época en que aparecieron nuestros primeros intentos de ensayo tiene el aire revuelto de una tierra siempre propicia a la violencia. Es la misma de cuyos periódicos llegó a firmar Guzmán Blanco que “son dignos de la nación más libre de la tierra, no estando esa libertad en las leyes” aun cuando él mismo no fuera capaz posteriormente de respetar la dignidad del periodismo.

Tal vez la causa de nuestras crisis pueda ser explicada por esa falta de espacio como zona de libertad espiritual y apenas es necesario decir que difiere abismalmente de aquel “espacio vital” con que el nazismo pretendió confundir sus propósitos de absorción europea. Acaso es cierto que el hombre venezolano ha resbalado en su acontecer histórico, dando frecuentes traspiés por un angosto callejón, tortuoso y oscuro, sin una parcela limpia, clara y libre. Su visual no ha sido limitada por una pantalla cristalina ni su horizonte lo bordean iluminadas colinas sino un paisaje turbio y siniestro o un amurallado recinto. Y habitualmente la crisis surge por esa irrenunciable necesidad de llenar espacio, de inundar y rebasar con el espíritu la arboleda de hormigón.

Tomado de “Imagen Literaria del Periodismo”.





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