Caracas 452 años
Historia 25/07/2019 03:13 pm         


La ciudad en tres tiempos



Alejandro de Humboldt

Dos meses pasé en Caracas. Habitábamos el Sr. Bonpland y yo en una casa aislada, en la parte más elevada de la ciudad. Desde lo alto de una galería podíamos divisar a un tiempo la cúspide de la Silla, la cresta dentada de Galipán y el risueño valle del Guaire, cuyo rico cultivo contrasta con la sombría cortina de montañas en derredor. Era la estación de sequía. Para mejorar los pastos se pone fuego a las sabanas y al césped que cubre las rocas más escarpadas. Vistos desde lejos estos vastos abrasamientos, producen sorprendentes efectos de luz. Donde quiera que las sabanas, al seguir las ondulaciones de los declives rocallosos, han colmado los surcos excavados por las aguas, los terrenos inflamados se presentan, en alguna noche oscura, como corrientes de lavas suspendidas en el valle. Su luz viva bien que tranquila, toma una coloración rojiza cuando el viento que desciende de la Silla acumula regueros de vapores en las regiones bajas. Otras veces, y tal espectáculo es de los más imponentes, estas bandas luminosas, envueltas en espesas nubes, no aparecen más que a intervalos a través de las aclaradas. A medida que van subiendo las nubes se derrama una viva claridad sobre sus bordes. Estos diversos fenómenos, tan comunes bajo los trópicos, cobran interés por la forma de las montañas, la disposición de las faldas y la altura de las sabanas cubiertas de gramíneas alpinas. Durante el día, el verano de Petare, que sopla del Este, empuja hacia la ciudad el humo, y mengua la transparencia del aire.

Si teníamos por qué estar satisfechos de la disposición de nuestra casa, lo estábamos aún más por la acogida que nos hacían las clases todas de los habitantes. Es un deber para mí cifrar la noble hospitalidad que para nosotros usó el jefe del gobierno, Sr. de Guevara Vasconcelos, capitán general por entonces de las provincias de Venezuela. Bien que haya tenido yo la ventaja, que conmigo han compartido pocos españoles, de visitar sucesivamente a Caracas, La Habana, Santa Fe de Bogotá, Quito, Lima y México, y de que en estas seis capitales de la América española mi situación me relacionara con personas de todas las jerarquías, no por ello me permitiré juzgar sobre los diferentes grados de civilización a que la sociedad se ha elevado ya en cada colonia.

Estando situada Caracas en el continente y siendo su población menos flotante que la de las islas se han conservado mejor allí que en La Habana las costumbres nacionales. No ofrece la sociedad placeres muy vivos y variados, pero se experimenta en el seno de las familias ese sentimiento de bienestar que inspiran una jovialidad franca y la cordialidad unida a la cortesía de los modales. En Caracas existe, como donde quiera que se prepara un gran cambio en las ideas, dos categorías de hombres, pudiéramos decir, dos generaciones muy diversas. La una, que es al fin poco numerosa, conserva una viva adhesión a los antiguos usos, a la simplicidad de las costumbres, a la moderación en los deseos.

La otra, ocupándose menos aún del presente que del porvenir, posee una inclinación, irreflexiva a menudo, por hábitos e ideas nuevas.

Mariano Picón Salas

La nueva Caracas que comenzó a edificarse a partir de 1945 es hija –no sabemos todavía si amorosa o cruel- de las palas mecánicas. El llamado “movimiento de tierras” no solo emparejaba niveles de nuevas calles, derribaba árboles en distantes urbanizaciones, sino parecía operar a fondo entre las colinas cruzadas de quebradas y barrancos que forman el estrecho valle natal de los caraqueños. Se aplanaban cerros, se les sometía a una especie de peluquería tecnológica para alisarlos y abrirles caminos; se perforaban túneles y pulverizaban muros para los ambiciosos ensanches. En estos años –de 1945 a 1957- los caraqueños sepultaron con los áticos de yeso y el papel de tapicería de sus antiguas casas todos los recuerdos de un pasado remoto o inmediato; enviaron al olvido las añoranzas simples o sentimentales de un viejo estilo de existencia que apenas había evolucionado, sin mudanza radical, desde el tiempo de nuestros padres. Se fue haciendo de la ciudad una especie de vasto –a veces caótico- resumen de las más varias ciudades del mundo: hay pedazos de Los Ángeles, de San Pablo, de Casablanca, de Johannesburgo, de Yakarta. Hay casas a lo Le Corbusier, a lo Niemayer, a lo Gio Ponti. Hay una especial, violenta y discutida policromía que reviste de los colores más cálidos los bloques de apartamentos. Se identifica la mano de obra y el estilo peculiar de cada grupo de inmigrantes en ciertos detalles ornamentales: los buenos artesonados de madera de que gustan los constructores vascos; ciertos frisos de ladrillo contrastando con el muro blanco como en las “masías” catalanas y levantinas; los coloreados y casi abusivos mármoles de los genoveses.

El primer símbolo de esa transformación fue una inmensa bola que en dos o tres enviones convertían en miserable polvo o suelta arcilla arquitecturas entonces tan celebradas como el “Pasaje Junín” o el “Hotel Majestic”. Los caraqueños iban a contemplar el extraño boxeo que libraba con los muros, como verían los romanos las proezas de un gladiador venido del Ponto o de Bitinia.


Hotel Majestic - Caracas

Nada más semejante a los monstruos o la mitología inicial de América –a los jaguares de enormes colmillos de las pirámides aztecas- que estas máquinas dentadas de la tecnología estadounidense que en pocos segundos devoran un pedazo de cerro y se ahítan de pedruscos y terrones y nos asustan en los caminos como si de pronto resucitara un plesiosauro. Han sido nota determinante del paisaje venezolano en los últimos años; quisieron modificar la obra de Dios, sirviendo a los inversionistas para crear nuevas barriadas, cavar bases de construcciones gigantes, cruzar de blancas autopistas el contorno de la ciudad. Y el viejo monte Ávila, cimera tutelar del valle, antiguo bastión contra los piratas, bosque autóctono que aún recordaba los días de los indios, orquedario natural y productor de fresas, moras y duraznos silvestres, también fue invadido por la tecnología; se le surcó de cables para disparar un teleférico. Se ofrecen allí por cuatro bolívares crepúsculos y panoramas inauditos.

José Ignacio Cabrujas

Vivo en una ciudad nueva, siempre nueva, siempre reciente, pero que solo puede conocerse a través de una nueva arqueología. Casi siempre, la imagen que tenemos de un arqueólogo, dejando de un lado el sombrero de corcho y los pantalones por encima de la rodilla, es la de un hombre que penetra en un recinto olvidado, en un lugar de arañas, y enciende una linterna para contemplar el pasado.

Vivir en Caracas me ha enseñado, entre otras maravillas, que todo intento de descubrir sus espacios es un fracaso. Vivo en una ciudad imposible, y si bien recuerdo sus rutas y direcciones, desplazarme en ella no es más que partir de un sitio y llegar a otro, sin que el trayecto me devuelva un significado, o por lo menos, una modesta memoria.

Caracas es una maravillosa equivocación española, y quién sabe si el centro de su enigma es esa imposibilidad que tenemos sus habitantes de conocerla. Lugar de tránsito, posada de agobiados en el largo camino al sur y el oro, a veces la pequeña crónica capaz de constatarla nos habla de viajeros y huéspedes incapaces de saber a dónde habían llegado. Humboldt, por citar al más famoso de sus viajeros inquilinos, proclama como es rutina la bendición de un valle fértil, la tranquilidad de un clima sin sorpresa, la frecuencia de prolongados aguaceros y el magnífico espectáculo de una fortaleza montañosa, capaz entre tantos dones, de alejar huracanes indeseables. Muy pocas palabras para hablar del trabajo de los hombres o de la voluntad de cincelar alguna rosa, por el simple placer de dejarla allí para que otros sean testigos. Nunca leí, y si alguien me desmiente será con saña de erudito, ningún asombro ante nuestras edificaciones coloniales o republicanas. El viajero nos vincula al paisaje, constata la regularidad del clima, se interesa por unos cuantos loros enjaulados o pondera la costumbre de albergar morrocoyes en los patios, como si la ciudad en sí misma careciera de perfil, y quién sabe si de existencia.

Pero la ciudad que aún no hemos terminado de construir y mucho menos de disfrutar, se encierra en sí misma y renuncia a la fachada. Es una ciudad privada. Las casas se enorgullecen por dentro e ignoran al paseante. Todo sucede cuando entramos, cuando dejamos de pertenecer a la calle, y por paradoja, somos libres. Nadie se siente libre caminando por San Bernardino o por los simétricos bloques de El Valle. En primer lugar, porque Caracas es la perfecta negación de lo peatonal. La ciudad se interrumpe en cualquier trayecto, y en ocasiones, alcanzar la acera contraria es un reto no solo al vigor físico, sino incluso a la inteligencia del ciudadano.

Caracas peatonal

Los caraqueños vivimos en una vitrina de sucedáneos, absolutamente irrepetible. Somos la maqueta de una ciudad universal, incapaz hasta ahora de encontrar su financiamiento. Todo lo que hemos levantado, nos pareció en algún momento cierto, pero solo con la certeza del parecido. En el fondo somos la literatura de una ciudad que debe existir a trocitos en el resto del planeta.





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