Caupolicán Ovalles y aquella Sabana Grande
Vida 11/07/2019 05:00 am         


Por Gabriel Jiménez Emán: El escritor y ensayista repasa la crónica bohemia de la República del Este y de uno de sus fundadores el autor de “Duerme usted, señor Presidente”



Gabriel Jiménez Emán

El escritor y ensayista repasa la crónica bohemia de la República del Este y de uno de sus fundadores el autor de “Duerme usted, señor Presidente”

El boulevard de Sabana Grande fue en Caracas, durante los años 70, uno de los lugares que más acogió movimientos de escritores, artistas e intelectuales que se reunían a conversar acerca de sus preocupaciones estéticas o sociales. La cercanía de la Universidad Central de Venezuela y de sus escuelas de periodismo, letras, filosofía, antropología o sociología fueron conformando, junto a otras agrupaciones y revistas académicas, movimientos importantes dentro de la literatura del país, donde el ya mencionado El Techo de la Ballena fue uno de los más destacados, y al que pertenecieron Juan Calzadilla, Daniel González, Edmundo Aray, Carlos Contramaestre, Francisco Pérez Perdomo, y por supuesto Caupolicán Ovalles. Conocí a Caupolicán en Sabana Grande a mediados de los años 70, cuando nos reuníamos en barras y cafés a compartir lecturas literarias, históricas o filosóficas. Éramos todos un grupo de ilusos con ganas de cambiar el mundo, un grupo nada homogéneo de amigos vinculados por el amor al arte y al país, que bien frecuentábamos cafés como el Chicken Bar o La Vesubiana, visitábamos librerías como “Suma” o “Cruz del Sur” muy cerca de aquéllos, y en muchas calles y avenidas aledañas como la Francisco Solano, la Libertador, Los Mangos, en los sectores de Chacaíto y El Rosal --si se seguía hacia el Este--, y hacia el norte La Campiña, hacia donde estaba la funeraria Vallés. Pero en la Avenida Francisco Solano era donde estaban concentrados restaurantes como la Cervecería Lara, el restaurante Franco, el Vecchio Mulino, La Bajada, El Rugantino y Da Guido; tres cuadras más allá nos encontrábamos con El Maní es Así; mientras que a lo largo del boulevard estaban Las Cancelas y el Broadway; hacia Bello Monte la Galería Viva México o el Rincón del Tango, y hacia la Plaza Venezuela, El Gran Café, La Vesubiana, El Ebro, el Tic Tac o el Radio City. La famosa Calle de la Puñalada (que hoy se conoce con el nombre de Callejón Víctor Valera Mora) tenía un ambiente maravilloso y peligroso porque a altas horas de la madrugada se poblaba de gente extraña, de personajes que parecían salir de ultratumba, pero ahí estaban siempre bellas mujeres y poetas y músicos rebeldes, pintores, dibujantes, cineastas, periodistas; recuerdo de tantos a Víctor Antonioni, Juan Ramón Pino, Ricardo Domínguez, Humberto Márquez, Eleazar León, Earle Herrera, Luis Sutherland, Nancy Villarroel, Douglas Palma, Ennio Jiménez Emán, Ismael Medina, Nelson Hernández, Miguel Ángel Buonaffina, Ángel Eduardo Acevedo, Héctor Myerston, El Chivo Acosta y Alberto Sánchez.

Gran Café - Sabana Grande

También eran muy concurridos el Centro Comercial Chacaíto y su restaurante al aire libre El Papagayo y la Librería Lectura, y el Centro Comercial Cediaz en la avenida Casanova donde estaban bares nocturnos donde iban mujeres adorables; en fin, todo era un maravilloso laberinto de tascas, pizzerías, cafés, cines, librerías, galerías y hoteles donde podíamos dar rienda suelta a nuestra capacidad vital y creativa.

En el Vechhio Mulino podían estar acodados a la barra Caupolicán Ovalles, Rafael Brunicardi, Rubén Osorio Canales, Francisco Vera Izquierdo, Luis Alfonzo Puertas, Adriano González León, Reinaldo Espinoza Hernández, David Alizo, Mary Ferrero, Ludovico Silva, Marcelino Madrid, Elisa Maggi, Manuel Alfredo Rodríguez, o Elí Galindo. Y en el bar La Bajada podían estar Jorge Nunes, Carlos Noguera, William Osuna, Elías Vallés, Rafael Franceschi, Humberto Castillo Suárez y se reunían los poetas Vicente Gerbasi, Eleazar León, Luis Salazar o Román Leonardo Picón. Por los lados del Franco podíamos ver a Alfredo Lugo, Orlando Araujo, Junio Pérez Blasini, Miguel Ángel Buonaffina, Miyó Vestrini, Salvador Garmendia o Francisco Massiani; sentados a las mesas del bulevar los cafés y pizzerías al aire libre el Gran Café y La Vesubiana donde conversaban amablemente Pedro Francisco Lizardo, Oswaldo Trejo o Francisco Pérez Perdomo. Por cierto, parece que fue en La Vesubiana, en el año 1968 que Caupolicán empezó a dar una especie de mitin al aire libre y la gente se detenía a oírlo, empezó a hablar de repente de la República del Este y nombró en ese momento a sus primeros Ministros: Mario Abreu, José Barroeta, Carlos Noguera, Ángel Eduardo Acevedo, Víctor Valera Mora… En algún momento Caupolicán estaba aburrido de cierta pasividad dentro del grupo y entonces los nombró “el brazo armado” de la República y los bautizó a algunos de ellos “La Pandilla Lautréamont”. No olvidemos nunca el aspecto político de la República, su lado revolucionario, su ideal marxista y su empatía con los ideales de redención de los pueblos y su lucha para quitarse de encima al imperialismo.

También en el Chicken Bar –donde se disfrutaba del mejor pollo del este de Caracas y de unos buenos cafés y pasteles— quedaba justo al lado de la Librería Suma y podían estar allí en amena conversa Guillermo Sucre, Raúl Betancourt, Jorge Castillo, Luis Salazar, Eleazar León, Raúl Fuentes, Simón Alberto Consalvi, José Agustín Catalá, Luis Alberto Crespo, Manuel Felipe Sierra, Tania Sarabia. En el Tic-Tac las caras más visibles eran las de José Vicente Abreu, Carlos Noguera, Jorge Nunes, Inocente Carreño, Luis Camilo Guevara, Pascual Navarro o Argenis Rodríguez. En la cervecería Lara se daban cita Víctor Valera Mora, Ramón Palomares, José Barroeta, el doctor Manuel Matute, Federico Moleiro, Alfonso Montilla, Américo Rivero Unda, Edmundo Aray, Germania Ledezma, Tania Ruiz. También solíamos desplazarnos hacia Las Mercedes, donde estaba el restaurante Hereford Grill y al frente la Galería Durban regentada por César Segnini, donde se reunían los poetas Vicente Gerbasi, Baica Dávalos, Alfredo Silva Estrada, Juan Sánchez Peláez y Francisco Pérez Perdomo, y donde Adriano González León tenía una habitación para pernoctar; a veces se quedaba también por ahí Orlando Araujo. Allí en la Galería Durban solíamos asistir a extraordinarias exposiciones de pintores amigos como Hugo Baptista, Manuel Quintana Castillo, Marco Miliani, Daniel González, Rafael Franceschi, Ángel Ramos Giugni, Gabriel Morera, Carlos Cruz Diez, Jesús Soto, Alberto Brandt o Francisco Massiani, con curadurías de Juan Liscano o Carlos Silva. Y de muchos otros artistas venezolanos o latinoamericanos.

Por la avenida Paris de Las Mercedes se encontraba el edificio Macanao, donde funcionaba una sede de la Biblioteca Nacional, el Inciba y las revistas Imagen y Revista Nacional de Cultura, y al lado se encontraba una casa donde funcionaba el Taller de Diseño Gráfico dirigido por Santiago Pol; cerca de ahí estaba la pollera de Los Hermanos Rivera., donde siempre almorzábamos, y una cuadra más allá, en el edificio Las Teresas, vivían (cada uno en su respectivo apartamento y familia) Juan Calzadilla y Ramón Palomares. De manera que todo aquello se convirtió en un ambiente muy propicio para la creación. Al lado de donde funcionaban las revistas se había instalado Caupolicán Ovalles con parte de La Gran Papelería del Mundo, la gran biblioteca del abuelo de Caupo, Víctor Manuel Ovalles, y ahora él la manejaba como podía; ahí Caupolicán se reunía mucho con el Chino Valera Mora, Aquiles Valero y Elí Galindo a revisar viejos papeles, manuscritos y documentos.

Caupolicán siempre fue un tipo muy locuaz y teatral; hacía gesticulaciones extraordinarias e imitaba el modo de hablar de quien fuera, para hacer de ello una especie de mueca humorística; imitaba a Uslar Pietri de manera graciosa y a amigos o contrincantes suyos; pero todo lo hacía de modo inteligente y divertido, engolaba la voz, se mesaba el bigote, abría los ojos detrás de sus anteojos y se reía con distintos tipos de voz, y eso era un espectáculo de comicidad que nos hacía reír hasta reventar; hacía de clown y daba discursos luminosos sobre historia, política o literatura. En aquellos días nos reuníamos para llevar a cabo las próximas elecciones en la República del Este entre los candidatos de ese momento: Caupolicán y Manuel Alfredo Rodríguez. Las votaciones se efectuarían en el Vechio Mulino. Caupolicán hacía sus discursos donde parodiaba y se mofaba de los discursos políticos tradicionales, burlándose de la retórica a través de otra retórica inventada por él para burlarse de los partidos y líderes de entonces.

Por supuesto, en la República no había un proyecto político propiamente dicho; más bien se trataba de propuestas aisladas, contestarías o anarquistas que podrían prestarse a equívocos o críticas justificadas; todo se resolvía en un juego inteligente, en desplantes audaces, burlas sangrientas, en una creatividad desbordada que pretendía enfrentar el burocratismo, la corrupción, las complicidades partidistas, las manipulaciones del poder y la hipocresía. Muchos de aquellos protagonistas venían de la izquierda universitaria o del movimiento estudiantil socialista, como son los casos del propio Caupolicán y de Víctor Valera Mora, Orlando Araujo. Miyó Vestrini o José Vicente Abreu, en cuyas obras se ven reflejadas tales ideas: ¿Duerme usted, señor presidente? de Caupolicán Ovalles; Se llamaba S.N. de José Vicente Abreu; Entre las breñas de Argenis Rodríguez; Canción del soldado justo, de Víctor Valera Mora; Historias de la calle Lincoln de Carlos Noguera; Venezuela violenta de Orlando Araujo o La plusvalía ideológica de Ludovico Silva. En la novela de Noguera, por cierto, se encuentra dibujada buena parte de la travesía de la bohemia de Sabana Grande y tuvo mucha repercusión entonces; incluso ganó un premio de novela otorgado por Monte Ávila Editores.


Protagonistas del movimiento estudiantil socialista

La producción literaria de los escritores de la República era incesante, tanto en creación como en periodismo: poesía, cuento, novela o ensayos que se editaban en las universidades, Monte Ávila, el Ateneo de Caracas y en suplementos literarios de los diarios El Nacional, El Universal, Últimas Noticias y El Diario de Caracas. También en el Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes (INCIBA) que luego se convertiría en Consejo Nacional de la Cultura (CONAC) se abrirían espacios en la editorial Monte Ávila y en las revistas Imagen y la Revista Nacional de Cultura, o la revista Escena para contribuir con los espacios de crítica cultural, además de revistas independientes importantes como Zona Franca editada por Juan Liscano, la revista Cine al día dirigida por Ambretta Marrosu o la revista Papeles, en el Ateneo de Caracas, dirigida por Ludovico Silva. Y la fama de la República se había extendido y venían a visitar Sabana Grande poetas y escritores de todo el país, a disfrutar allí sus conversas y a compartir sus ideas.

Caupolicán Ovalles resultó ganador en las elecciones de la República del Este. La celebración fue apoteósica. El poeta decía sus poemas y sus discursos en los principales bares de la República, estaba exultante, magnífico, se metamorfoseó en todos los líderes políticos del país, habló como Miranda, como Bolívar, como Páez, como Uslar, como Gallegos, como Picón Salas, como Andrés Eloy Blanco, brindó, festejó, prometió a la patria lo que nadie antes soñó. Todos disfrutamos con él, le seguimos la corriente. Otro de los dones de Caupo fue su prodigiosa memoria y el profundo conocimiento de la historia de Venezuela. Cuando se ponía a conversar sobre historia patria con Manuel Alfredo Rodríguez aquello era para “coger palco”, una verdadera cátedra. Era un apasionado de Bolívar, le tenía una devoción inmensa, tal la tienen hoy poetas como Edmundo Aray o Gustavo Pereira. Llevaba tiempo escribiendo una novela sobre Bolívar que anunciaba como el más grande acontecimiento literario de todos los tiempos; la reescribía una y otra vez hasta que la novela se convirtió en un poema y le puso el título de Yo, Bolívar Rey, [1] que presentamos en Sabana Grande en la Librería Suma. La edición, que él mismo me firmó (“De Caupolicán Ovalles para Gabriel Jiménez Emán, hermano y poeta, este Yo, Bolívar Rey, con el afecto de un Grancolombiano, en Bogotá, el 5. 2. 87. Caupolicán”) es una novela río, una novela creacionista muy parecida a las novelas de Vicente Huidobro como Mío Cid Campeador (Hazaña) y Cagliostro (novela-film), donde lo importante no es lo que ocurre en la novela, sino lo que acaece fuera de ella, lo central aquí no es la anécdota ni los sucesos históricos sino el mundo interior de los personajes, sus sueños o pensamientos.

Caupolicán había adquirido ese conocimiento de la Historia en La Gran Papelería del Mundo, la inmensa colección de folletos, libros, revistas, panfletos, fotos, encartados y avisos de su abuelo Víctor Manuel. Vale la pena recordar la anécdota que nos narra el año 1959, cuando Pablo Neruda llega a Caracas a visitar a Rómulo Gallegos, y en el Comité de Recepción estaba programada una visita a la colección del farmaceuta Ovalles, y Neruda al ver la hemeroteca, impresionado, la bautizó como “La Gran Papelería del Mundo”. Caupolicán haría más tarde una Antología de la literatura marginal basada en parte de este material y creó una colección de La Papelería para editar diversos libros y folletos. Uno de los que más me gustó fue la Autobiografía de Braulio Fernández, ¡Alto esa patria hasta segunda orden!, escrita por un soldado de la Guerra de Independencia. Caupo fue uno de los poetas más graciosos y mejor dotados para el humor inteligente, con sus ocurrencias y chistes, y nos hacía reír a todos, y también hacía juicios muy certeros y lúcidos sobre libros y obras. Compartí con él viajes, tragos, barras, canciones, poemas, lecturas, serenatas. Recuerdo una vez que estando yo laborando en la Dirección de Relaciones Culturales de la Cancillería me solicitaron que propusiera a unos poetas para viajar a Bogotá a asistir a un ciclo de lecturas y yo propuse a Caupolicán, Luis Camilo Guevara, Elí Galindo y Luis García Morales. Disfrutamos mucho de ese viaje colombiano. Recorrimos varios escenarios leyendo nuestros poemas y hablando con la gente en liceos, en la Casa de la Poesía José Asunción Silva de Bogotá, en centros culturales de Sipaquirá y otras instituciones. Caupolicán desplegó todo su histrionismo y su capacidad humorística. Elí y Luis Camilo fueron siempre muy cercanos a él, y cuando Caupo se fue a dirigir la Asociación de Escritores Venezolanos (AEV) se los llevó a ambos para allá, y Elí dirigió el Departamento de Publicaciones donde editaron, entre muchos otros títulos, un volumen antológico de los Poemas de Elisio Jiménez Sierra, mi padre, un gesto que siempre les agradecí.

De las cosas que recuerdo también está una noche en que mi padre, larense de cepa, otros músicos y poetas nos enteramos de que Caupolicán se encontraba en Barquisimeto por casualidad y se nos ocurrió la idea de ir a brindarle un concierto nocturno de valses larenses, con un guitarrista amigo de mi padre llamado Martin Jiménez, Elisio en la mandolina y yo en el cuatro. Caupolicán una vez también se acercó por nuestra casa en San Felipe a visitarnos. Fueron varias las ocasiones en las que, por una u otra razón, el azar nos reunió en la bohemia, donde estaban siempre presentes la música, los tragos y la poesía. Recuerdo también las tenidas bohemias en los departamentos donde vivió el Caupo, desde uno situado cerca de la Avenida Panteón en Caracas cerca del Foro Libertador, y en otro donde vivía con su esposa Josefa en la urbanización Sebucán; también visitó mi departamento varias veces cuando yo vivía en La Candelaria. Solía verlo acompañado de amigos y amigas haciendo sus performances en Sabana Grande, al lado de sus grandes amigos Elías Vallés, Junio Pérez Blasini, Adriano González León, Elí Galindo, Marcelino Madrid y Aquiles Valero en el Vechhio Mulino, El Camilo’s y La Bajada. En El Camilo’ s atendía la caja una mujer española que era la propietaria del bar, junto con su hermano Camilo, y Caupolicán la llamaba “Isabel La Católica”, por sus rasgos típicamente castellanos y su manera fastuosa de vestir; en aquel bar había un piano que nosotros siempre aporreábamos para acompañar nuestras canciones, cantábamos coros desafinados pero efusivos hasta el delirio, y poníamos en ellas lo mejor de nosotros.





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