El deslinde
Análisis 26/09/2019 05:00 am         


Si no se asume la política como una ciencia en lugar de como un deporte, en las actuales circunstancias los venezolanos seguirán soportando el peso de una ruidosa catástrofe



La prolongación del proceso chavista-madurista durante 21 años se explica como consecuencia del colapso de la partidocracia en las elecciones de 1998 seguido por la aprobación de una nueva Constitución que avanzó tímidamente, es cierto en un comienzo, en la configuración de un nuevo modelo político. Se conoce hasta la saciedad lo que ocurrió luego: el control de los espacios sociales mediante el uso de planes asistencialistas alentados durante algunos años por el alto ingreso petrolero, y por supuesto también por el proceso de reconversión de las Fuerzas Armadas que abandonaron el concepto hemisférico de la institución y que mediante numerosos cambios ha sido reconvertida en un ejército ideologizado, ahora no solo obligado a garantizar la soberanía sino que en esencia es el propio Estado. Pero también en buena medida por la ausencia de una oposición con visión realista y conciencia del compromiso histórico que repite, como si no hubiese ocurrido algo trascendental, el juego sectario de los viejos partidos.

Y es comprensible, por cuanto la victoria de Hugo Chávez significó el agotamiento en buena medida -que no la desaparición- de las referencias partidarias de AD y Copei, lo cual implicó un vacío que iba a ser llenado ya no por actores políticos e ideológicos, sino por la emergencia de una vigorosa sociedad civil que asumió la responsabilidad de conducir un masivo descontento y el rechazo a una política que se distanciaba de la tradicional cultura democrática. Mientras se acumulaba un creciente descontento, no existían, o en todo caso operaban de manera muy precaria, las organizaciones que suelen encarnar en estos casos la respuesta opositora. El rechazo a las leyes habilitantes de 2001 que significó el primer paso en el trayecto autoritario del régimen fue enfrentado por organizaciones como la que agrupaba a los educadores, por sectores de Fedecámaras, y de modo determinante por un movimiento sindical que incluso propinó una estrepitosa derrota al chavismo y perfiló el liderazgo de Carlos Ortega. La ofensiva contra Pdvsa encontró respuesta en la organización de los ejecutivos y trabajadores de la empresa que se erigieron en activos factores opositores hasta conducir en 2002 a un paro nacional de 63 días; y lo mismo podría decirse del malestar en los cuarteles, que si bien determinó la salida de Chávez de la Presidencia por unas horas el 11 de abril, debió refugiarse luego en la inocua protesta militar de la Plaza Altamira. De esta manera, mientras más crecía el malestar y era evidente el rumbo de la Revolución Bolivariana, en paralelo se resentía la falta de una dirigencia que actuara con la madurez, la lucidez y el desprendimiento a los cuales obligaba la inmensa tarea que habría de corresponderle.

Mientras tanto el chavismo encontraba espacio para avanzar en sus objetivos tal como se puso de manifiesto con los resultados del referéndum revocatorio de 2004. En esos días ya surgieron partidos y plataformas que no respondían a consideraciones principistas e ideológicas sino que eran prácticamente respuestas mediáticas estimuladas en buena medida por el uso de la televisión, la radio y los medios impresos que encarnaban (sin que sea su verdadera función) el papel de contrapeso al régimen. Ello explica el llamado a la abstención en la escogencia parlamentaria de 2005 y los traspiés permanentes de las nuevas organizaciones en un terreno que no le era familiar y con una dirigencia ganada por el fenómeno de la antipolítica. Si bien existió como experiencia importante la constitución de la Mesa de la Unidad Democrática (MUD), ella no se concibió, como debería ser, como un escenario para discutir estrategias y lineamientos políticos, sino como un espacio para la simple acumulación de votos. En esas circunstancias es meritorio el papel de Henrique Capriles Radonski quien logró una significativa votación en 2012 y cinco meses después obtuvo en la práctica una victoria cuando el CNE hubo de proclamar a Nicolás Maduro con una pequeña diferencia que daba pie para las sospechas y también para la denuncia de fraude.

RUMBO EQUIVOCADO
Sin duda se trataba del momento para definir un plan de agrupamiento de fuerzas, tomando en cuenta que Maduro no representaba el liderazgo carismático de su antecesor y que ya eran evidentes los signos de la recesión económica, paralela a la caída de los precios del petróleo, pero más grave aún: la destrucción operativa de Pdvsa. La respuesta de un sector de la dirigencia opositora fue la llamada “salida”, que si bien no era compartida por la totalidad de los partidos de la alianza, estos fueron incapaces de generar el debate y las definiciones que resultaban pertinentes. Ya se sabe lo ocurrido, y más aún después de la victoria parlamentaria de 2015 que abría espacio con toda seguridad para nuevas victorias incluyendo la presidencial, pero que fue desechado con la misma argumentación de dos años antes para tomar el camino de las “guarimbas”. ¿Es que acaso podría considerarse exitosa una estrategia que condujo a despilfarrar un capital humano que significó muertos, heridos y daños materiales resentidos por la ciudadanía?

Ahora parece llegado el momento del deslinde entre una dirigencia disminuida y fracturada, pero que sigue apostando al “Maduro vete ya” y un equipo que aunque se considere minoritario en términos de votos –mayoría que por cierto nadie puede asumir con propiedad en este caso- se inclina por una política más racional y ajustada a la realidad que como es lógico en estos tiempos desatará la ira y el odio que ahora encuentran camino en los llamados “sicarios de la infamia”. Pero los deslindes tienen ese precio; lo cierto es que si ellos no se producen y no se asume la política como una ciencia en lugar de como un deporte de fin de semana, en las actuales circunstancias los venezolanos seguirán soportando el peso de una ruidosa catástrofe.






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