Los Cines de Calle
Bulevar 22/03/2020 07:00 am         





Por Mirco Ferri

Cuenta la leyenda que antes del streaming, antes de Netflix, antes de los “quemaítos”, antes de los multiplex, antes de Blockbuster, la gente veía películas yendo a salas de cine que quedaban en su zona, y podía ir a pie, además. Existían los cines a puerta de calle, es decir, salas ubicadas en edificaciones que, en muchos casos, no tenían otro uso sino el de servir como cines (de dedicación exclusiva, digamos), a los cuales se les accedía directamente desde la acera.

Los caraqueños han sido, tradicionalmente, voraces consumidores de los productos fabricados en los grandes estudios cinematográficos. De ello hay confirmación tanto en los archivos de prensa, como en la tradición oral, y en la literatura. En su relato “De cómo Panchito Mandefuá cenó con el Niño Jesús”, perteneciente a “Cuentos grotescos”, escrito en 1922, José Rafael Pocaterra narra, refiriéndose a Mandefuá: “Indudablemente era una autoridad en materia de cinematógrafo y tenía orgullo de expresarlo entre sus compañeros, los otros granujas: ‘Mira, vale, para que a mí me guste una película tiene que ser muy crema’”. El cine que menciona Pocaterra, como sala de elección de Panchito, es el “Metro”. Debo averiguar si existió en realidad, o es una licencia literaria.

De lo que sí tengo certeza es de la gran cantidad de establecimientos dedicados a la exhibición de películas que existieron en Caracas, en diversas épocas. Se puede decir que era una de las diversiones principales de fines de semana, para los habitantes de esta ciudad. Me contaba mi suegro que, estando bastante pequeño, iba al cine a ver los seriados de Flash Gordon, antecesores de las series televisivas, que se pasaban por capítulos consecutivos, los sábados y los domingos. Los espectadores se veían obligados, entonces, a asistir varias veces a las salas, si no querían perderse la historia. Y cuidado si el proyeccionista se equivocaba, y ponía un capítulo repetido o se saltaba un episodio. La multitud congregada en el recinto podía volverse violenta.

Cada urbanización, cada rincón de la capital, por pequeño o modesto que fuera, contaba con por lo menos un cine, pensado para el uso de los habitantes del sector. Yo, como he dicho en innumerables ocasiones pero no me canso de repetir, crecí en los alrededores de Sabana Grande, y puedo recitar de memoria las salas que se hallaban en su “zona de influencia”. Comenzando desde el este, específicamente en El Rosal, y más cerca de Campo Alegre que de Sabana Grande, pero accesible a pie para quienes vivían al oeste de Chacaíto, si eran buenos caminantes, estaba el cine Lido: el de los estrenos de Disney, y el fabuloso mural de las bailarinas del artista francés Charles Ventrillon. Era un cine dominguero, por lo menos en mi caso. De vestirse elegantemente para visitarlo. Allí vi, entre otras películas, la celebérrima Fantasía.

Continuando el recorrido mental, la siguiente parada corresponde al primer cine múltiple de Caracas, el famoso Multicine, ubicado en el edificio de la tienda por departamentos Beco, que todavía existe, en Chacaíto. Es de los pocos que vi nacer, pues lo inauguraron en los años setenta. Cuatro salas, con funciones cada media hora, como para que nunca se llegara tarde. Según recuerdo, la vocación de esos cines era fundamentalmente juvenil, pues pasaban por lo general películas de acción y aventura, y, a veces, documentales sobre conciertos de rock. Woodstock, por ejemplo, la vi allí.

Luego, unos pasos más allá, en el sótano del Centro Comercial Chacaíto, teníamos los Cinemas 1, 2 y 3. Salas vagamente europeas, en donde pasaban el noticiero alemán “El mundo al instante”, y ¡se podía fumar!, cosa altamente absurda y peligrosa, por cierto. En el respaldar de la butaca del frente estaba instalado un pequeño cenicero, para que el fumador no esparciera las cenizas sobre la alfombra. Allí vi joyas del gore como “Flesh for Frankenstein” de Andy Warhol, pero también clásicos como “Tiempos modernos”, del genial Charles Chaplin, y la estrafalaria película de culto “The Rocky horror movie show”.

Siguiendo nuestra ruta, a poca distancia de los Cinemas estaba el Broadway, una de las salas de estreno de Sabana Grande. Recuerdo unas esculturas de metal al fondo de la sala, en la pared en donde estaba la pantalla. Allí vi “Love and death”, de Woody Allen, llamada aquí “La última noche de Boris Grushensko”, entre otras películas que ya se me olvidaron.

Prosiguiendo el camino por la calle real, nos topábamos con el Teatro Río, que cumplía un doble papel: además de sala de cine, era usado para montar piezas de teatro infantiles, los domingos en la mañana; las llamadas funciones de matiné. Recuerdo que me llevaba mi padre, y que rifaban cajas de chucherías que nunca gané. Luego, ya mayorcito, fui sin compañía adulta a ver allí “La aventura del Poseidón”, película que repetí por lo menos un par de veces más. Esa sala, además, fue alquilada por un canal de televisión para grabar un programa de nuevos talentos, con público presente. En ese período, dentro del cine, instalaron letreros luminosos rotulados con las palabras “Aplausos” y “Abucheos” (u otra similar, mi memoria no llega a tanto), que se encendían cuando se quería una reacción determinada de la audiencia.

La siguiente parada en este recorrido corresponde a un cine que desapareció en los sesenta, y del cual, aunque lo llegué a conocer por dentro, no tengo muchos recuerdos: el Metropol. Sé que fue muy famoso en la década anterior, y que a su alrededor se formaban tumultos juveniles cuando estrenaban allí las películas de beatniks y de patoteros que se popularizaron en esos años: “Rebelde sin causa”, “West side story”, y otras por el estilo. Según testimonios orales que he recogido entre personas que vivieron esos tiempos, la esquina del Metropol podía ponerse muy caliente en tales momentos, con profusión de pandilleros endógenos en sus potentes motocicletas, y muchachas ataviadas con faldas a la rodilla, medias tobilleras y mocasines.

Para llegar a la próxima sala era necesario recorrer gran parte de la avenida Lincoln, pues se encontraba casi al final de ella, en sentido oeste: el entrañable Radio City. El de la fachada art noveau, y las taquillas de ensueño, con su diseño que hoy podemos calificar de steam punk, de metal bruñido y líneas aerodinámicas, como salidas de una cinta de ciencia ficción de los años 30. Allí vi, entre muchos otros films, la ópera rock Tommy, de los Who. Pero la película que asocio a ese cine es una que no vi nunca: la mítica “El último tango en París”. Recuerdo la cola gigantesca a sus puertas, un día de reestreno.

Un poquito más allá, en la avenida Las Acacias, teníamos dos opciones: hacia el sur, el cine Las Acacias, y hacia el norte, esa estupenda sala dedicada al arte y ensayo, La Previsora. En Las Acacias, con vocación y aspecto de cine de barrio, de las más vetustas salas entre las reseñadas en este texto, vi tanto películas cómicas como de terror, entre las que recuerdo “Las doce sillas”, de Mel Brooks, y “Suspiria” de Dario Argento. En La Previsora, en cambio, vi “Cría cuervos”, de Saura, y “El parque de las agujas”, con un jovencísimo Al Pacino, al comienzo de su carrera.

Ya vamos llegando al final de este paseo cinematográfico por Sabana Grande, y lo haremos con broche de oro, pues cerraremos con dos excelentes salas: el Teatro del Este, y el Pequeño Teatro del Este. Una maravilla ambas, con todo el espíritu moderno que envolvió a la capital en los años cincuenta. Del Teatro del Este recuerdo haber visto en su gran sala la película de terror que protagonizó las pesadillas de mi generación, “La profecía”, y las funciones de media noche, cuando Caracas era una ciudad amable, y no entrañaba peligro alguno salir a las dos de la madrugada de una sala de cine, y dirigirse a comentar la película a una de las tantas areperas que ofrecían servicio las veinticuatro horas del día.

Recapitulando, entonces, tenemos que en el trayecto urbano que va desde El Rosal hasta Plaza Venezuela, el ciudadano podía escoger entre trece alternativas, para gozar del solaz que proporciona la visión de una buena película. Dejo constancia de que en este inventario dejé por fuera algunas salas que también estaban en las cercanías, como el Teatro Los Cedros, el París o el cine La Florida. Hoy en día, ninguna de las que he nombrado en este texto queda en pie. Todas han sido tragadas por el progreso, que las volvió anacrónicas, y sus espacios ahora lo ocupan establecimientos más rentables para sus dueños. Comercios que venden mercancía para el cuerpo o para el espíritu, pues en ocasiones los recintos han sido aprovechados como sedes de lugares de culto, orientados a las almas atormentadas, que quieren parar el sufrimiento.

Sí, actualmente es muy fácil consumir cine en la comodidad del hogar. Pero, ¡cómo extraño llegar ligeramente tarde a la función, ser acompañado por la acomodadora que iba alumbrando el camino con una linterna, y sumegirme en una de las butacas, con la bolsa de cotufas en una mano y las carlotinas , el maní, la Fruna y el chocolate en los bolsillos, para disfrutar de dos horas de drama, suspenso o comedia, en compañía de otras treinta o cuarenta personas que ¡experimentarían las mismas emociones que yo!







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