La Sociedad ya no Quiere Arte
Bulevar 14/06/2020 07:00 am         


El sustrato populista que recorre estos tiempos muestra hasta qué punto la censura tiene un poder de contagio



El Museo Metropolitan de Nueva York tuvo que plantarse y negarse con rotundidad a una petición para que se retirara una pintura de Balthus, cuyos cuadros fueron considerados pedófilos. El director escénico Leo Muscato reescribió y modificó el final de la Carmen de Bizet. En su versión, estrenada hace dos años en Florencia, la cigarrera sevillana mata a disparos a su despechado amante don José. Amazon Studio eliminó en 2018 los contratos de rodaje con Woody Allen y hasta la editorial Gallimard desistió de publicar las memorias de Céline, por considerarlas antisemitas. Recientemente se sumó un nuevo ejemplo a los episodios de censura en nombre de determinadas reivindicaciones de progresía o tolerancia. Se trata de la decisión de la plataforma de streaming HBO Max de retirar la película “Lo que el viento se llevó” de su catálogo en Estados Unidos. ¿La razón? La película, basada en la novela de Margaret Mitchell, supuestamente ofrecía una visión idealizada de la esclavitud y, por tanto, perpetúa los estereotipos racistas. Resulta contradictorio, porque el primer Oscar a una actriz negra fue concedido a Hattie McDaniel por su papel de Mammy.

Otras compañías como Disney o la cadena de televisión Paramount tomaron decisiones parecidas en un momento de especial tensión por las protestas globales contra el racismo, desatadas a partir del asesinato de George Floyd. En un contexto donde las libertades son mayores, se multiplica el examen. Eso no es lo suficientemente feminista; aquello es maltrato animal; aquí se huele algo de racismo. Se juzga y se sentencia con presunciones. Las cortapisas surgen en el lugar que más ha sufrido históricamente la censura: la cultura, que es la esfera natural de la representación simbólica, el centro del conflicto y el escenario de producción de sentido. De subjetividad. Por eso ha sido objeto de presiones a lo largo de la historia. Y sigue siéndolo.

A la sociedad actual no le interesa el arte. Desprecia las paradojas que el arte está obligado a generar. La creación en sí misma es un combate y por tanto ni puede ni debe ceder a una visión aplanada de una realidad que es esférica. La ola de corrección política o neoconservadurismo tiene algo de franquicia del Santo Oficio en el siglo XXI. Así lo vimos con el #MeToo, que consiguió grandes avances al tiempo que sepultó carreras como las de Kevyn Spacey o Plácido Domingo. La corrección o ya directamente la hoja de parra moral que colocó Muscato a la cigarrera sevillana de Prosper Mérimée pretendía hacer una llamada de atención a los feminicidios, a costa de alterar, mutilar y deformar un personaje desafiante que encuentra en su trágico desenlace parte de la naturaleza misma de su rebeldía y su transgresión. Y sin embargo termina teniendo un efecto opuesto, porque eso es lo que suele provocar la censura moral: un efecto pendular.

Las versiones censuradas o pasadas por la guillotina normalmente acusan lo contrario de lo que interpretan. Por ejemplo, el manuscrito de Lolita fue rechazado en siete ocasiones hasta que el sello parisino de literatura erótica The Olymplia Press apostó por este libro con el que Nabokov puso ante el espejo a una sociedad que se escandalizó al leerla. A mitad de camino entre la historia de amor, incesto y perversión, en Lolita, Nabokov elaboró en ella un retrato ácido y visionario de los Estados Unidos, y que fue capaz de convertirse en una obra universal, como Ana Karenina, Madame Bovary o Moby Dick. Al momento de su publicación en Norteamérica —tres años más tarde con respecto a la edición parisina—, Lolita había vendido 300.000 ejemplares, una cifra importante pero despreciable frente a los 14 millones que alcanzó en las décadas siguientes. Su popularidad se hizo mayor cuando Stanley Kubrick la llevó al cine, en 1962 —en España no pudo ser vista hasta 1972—. Si se aplica la lógica del borrado en su totalidad, probablemente no podamos ver más al Otelo de Shakespeare y puede que tengamos que proscribir la mitad de los Westerns. Descontextualizar la historia y reescribirla no resuelve los conflictos, sólo los posterga.

Un mundo embozado, profiláctico, ahogado en hidrogel y furibundamente tolerante se expresa cada vez con más fuerza. El sustrato populista que recorre estos tiempos muestra hasta qué punto la censura tiene un poder de contagio. Los aficionados a la ocultación se transmiten la paranoia: agigantan las opacidades y los silencios con cada vez más frecuencia. La pasión por silenciar es antigua, un clásico del repertorio. Esconder y omitir entrañan un cierto paternalismo que instala a los ciudadanos en una infancia perpetua. La labor del artista, en tanto agitador, contradice la armonía a la fuerza, desordena, problematiza, crea. Aunque, el arte, parece haber dejado de interesarle a la sociedad del siglo XXI. Y episodios como el de HBO lo confirman.

Vozpópuli








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