Bateador Designado
Bulevar 30/08/2020 08:00 am         


El beisbol era el juego que congregaba a la fauna preadolescente que hacía vida por los alrededores de la Avenida Libertador



Por Mirco Ferri

Tal vez una de las etapas más entrañables, en la vida de cualquier persona, es el período que marca la transición entre la infancia y la pubertad; ese despertar a todo un mundo nuevo de experiencias, y sensaciones. Un momento definitorio para forjar el carácter, y comenzar el aprendizaje de la vida en sociedad. Para adquirir las destrezas que permiten la integración a la comunidad en donde se habita. Para aprender a lidiar con las diferencias. Y para almacenar memorias que aúnan los hechos vividos a la geografía en donde ocurren, generando un lazo afectivo que no se puede desanudar. Esa, en todo caso, es mi percepción. No me es posible negar la nostalgia que siento por el pedazo de ciudad en donde se desenvolvieron los primeros años de mi vida, y que ya dejó de existir, o más bien evolucionó hacia algo que no reconozco.

Toda mi infancia y adolescencia transcurrieron en la zona de Sabana Grande. Nací en Bello Monte, y viví allí mi primera década, que estuvo signada por la tutela acuciosa de mi madre, que no se resignaba a la idea de tener un hijo realengo; solo a regañadientes, más que todo por exigencias de mi papá, me permitía bajar a jugar a la calle, y a realizar ciertos mandados en los comercios vecinos. Mi autonomía era muy limitada en ese tiempo, comparada con la de otros niños con familiares menos aprensivos. Esa situación cambió a comienzos de los 70, cuando nos mudamos al edificio Bolivia, ubicado en la avenida Libertador, entre Los Jabillos y la calle Negrín. Andaba yo por los once años, y a partir de ese momento comencé a disfrutar de una mayor independencia, que en la práctica se manifestaba por medio de salidas a la calle, por los alrededores, acompañado por los amigos que había hecho entre los vecinos.

Uno de los lugares predilectos para esas excursiones quedada cruzando la anchísima (por la trinchera, que se atravesaba mediante una pasarela que estaba prácticamente frente al edificio) avenida Libertador: se trataba del Centro Comercial bautizado con el mismo nombre de la vía a la cual se asomaba, y cuya construcción estaba todavía en curso, creo recordar que en la etapa de los detalles finales, los acabados. Lo cierto es que sus estacionamientos, todavía no inaugurados, constituyeron un improvisado campo de juegos que nos permitió practicar varios deportes, siendo siempre el predilecto el de los bates, los guantes y las pelotas duras, que comprábamos en la cercana sucursal de Sabenca, la tienda deportiva por excelencia en ese tiempo, y forrábamos de manera escrupulosa con teipe negro, para tratar de proteger (casi siempre infructuosamente) su superficie exterior, de cuero blanco cosido con hilo grueso, rojo. Las famosas “Spalding”, que de marca pasó a adjetivo para referirse a ellas.

El beisbol era el juego que congregaba a la fauna preadolescente que hacía vida por los alrededores de la Libertador. Muchachos de La Florida, de La Campiña, de la misma avenida, de la calle Las Flores que corre paralela a la antigua calle La Línea, de la Solano una cuadra más abajo, se asomaban a los vastos espacios abiertos –que luego se destinarían al estacionamiento de los vehículos visitantes del Centro Comercial– para organizar partidas de pelota que duraban todo el día. De todos los jóvenes que compartieron esos momentos con nosotros recuerdo particularmente a uno, cuyo nombre creo no haber sabido nunca. Por lo menos, de su boca no salió. No gozaba del don del habla: algún acontecimiento, en su temprana infancia, lo había marcado de por vida. Nada se sabía con precisión; solo corrían rumores que daban cuenta de una infortunada caída, a los pocos meses de nacido, que le procuró una lesión permanente en las vértebras del cuello. No sé si las habladurías eran fundadas; lo cierto es que el muchacho jamás pudo andar con la cabeza erguida. Le colgaba hacia un lado, como si no tuviese huesos que la sostuvieran. Antes mencioné que no podía hablar: los únicos sonidos que emitía eran ciertos griticos que dejaba escuchar cuando estaba emocionado, o excitado. Andaba siempre acompañado por otros dos muchachos, tal vez sus primos, que se ocupaban de él, y tengo la sensación de que de cierta manera lo protegían. Luego supe que era mi vecino próximo, pues vivía en el Gran Colombia, casi al lado del edificio en donde quedaba nuestro apartamento.
 
Nunca lo traté de manera directa, la verdad sea dicha. No sabía cómo relacionarme con él, dadas sus limitaciones de comunicación, y me daba algo entre el temor y la pena. Me limitaba a ocupar los mismos espacios que ocupaba él, a mirar los mismos paisajes, a escuchar las mismas conversaciones de los mayores, y sus cuentos exagerados. Y pude atestiguar su momento de gloria.

Un día lo invitaron a jugar pelota con nosotros. Parecía algo descabellado: era imposible que pudiera hacerlo. Pero el ingenio infantil elucubró la manera. Él sería una especie de bateador designado, solo que no batearía, sino que lanzaría la pelota con la mano, y correría las bases. Llegó el momento: se colocó sobre el home, tomó la pelota con su mano derecha, echó el brazo hacia atrás y luego, describiendo un arco casi perfecto, arrojó la bola sobre las cabezas de los infielders, y corrió como una exhalación hacia la esquina derecha, desde el punto de vista del bateador, del imaginario diamante. Unos pocos segundos duró su carrera, pero en mi recuerdo pasan como en cámara lenta: su cabeza bamboleando lado a lado, su flaco y desgarbado cuerpo ganándole la partida a la bola, que –después de haber rebotado contra el duro pavimento asfaltado–, regresaba el “right fielder” hacia la primera base con un tiro certero, su pie izquierdo aterrizando “safe” sobre lo que fuera que hubiésemos puesto como sucedáneo de la almohadilla. Y, luego, la sonrisa de satisfacción que se dibujó en su cara, que pendía, como siempre, sobre uno de sus hombros.








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