Toros Coleados en Caracas
Bulevar 14/02/2021 08:00 am         


En 1890 se coleaba en Antímano y, en algunos casos, los muy ricos arrojaban monedas de oro, mientras que las muchachas premiaban con flores o lazos de cintas a los audaces coleadores



Que solían ser militares, ganaderos y aficionados

Por Eleazar López-Contreras


Emparentados con el inicio de la ganadería en Venezuela y la creación de hatos en el siglo 16, los toros coleados surgieron de la necesidad que tenían los llaneros de tumbar los animales que se separaban de la manada. Esta actividad, que era parte de la faena, luego pasó como diversión, de la pampa a los pueblos. Según Daniel Mendoza, el primer hato fue fundado en 1530 por el emprendedor español Cristóbal de Mendoza Rodríguez, quien se instaló con once familias cordobesas en un hato llamado Uverito, cerca de Calabozo. El coleo llegó a la capital con los llaneros de Páez y se asentó en los primeros años de la República (1830).

El Cónsul General de los Estados Unidos, que había asistido a una coleada durante la primera presidencia de Páez, escribió en su diario: “Había un gentío que parecía divertirse mucho con la más perfecta tontería que haya visto, para no decir mucho de la crueldad y el salvajismo de tal deporte”. (La suerte de “derribo del toro” se practicaba en España). El coleo fue retomado en los gobiernos de Monagas y de Joaquín Crespo, quien se trasladaba a El Valle para las coleadas y carne en vara con música que allí se organizaban. Cuando se celebraban en la ciudad, se cerraban calles (entre las esquinas de Candelaria y la Romualda o de Carmen a Municipal y en San Juan) y la gente se encaramaba en las ventanas para evitar una cornada del martirizado toro, que podía ser un asustado pero peligroso novillo.

En 1890 se coleaba en Antímano, pero ya San Juan también era zona de coleo y, en algunos casos, los muy ricos arrojaban monedas de oro, mientras que las muchachas premiaban con flores o lazos de cintas a los audaces coleadores, que solían ser militares, ganaderos y aficionados en general. Pero los toros también se prestaban para la guachafita. El 16 de julio de 1853, unos jinetes de a pie que presenciaban una coleada frente a Capuchinos, desmontaron a unos inocentes espectadores y partieron en sus caballos a cometer fechorías.

Si se exceptúan estos actos de aislado bandidaje, el deporte, aunque cruel y hasta salvaje, era colorido, a pesar de haber sido catalogado de “bárbaro tumulto” por Jenny de Tallenay, en 1878. Después que Guzmán lo prohibiera, desapareció el coleo de Caracas. Pero a mediados del siglo veinte, reapareció en el Club Campestre Los Cortijos, el primer club campestre moderno que tuvo la ciudad. Creado el Valle Arriba Golf Club un año antes, Los Cortijos fue establecido en 1943 por y para una naciente clase media. En 1982 Jorge Luis Borges presenció una coleada en ese Club, acompañado de su inseparable María Kodama y de Juan Liscano, rodeado de varios jóvenes escritores venezolanos, quienes notaron que el invidente argentino afinaba el oído para escuchar bien la carrera de los animales en su trayecto en la manga. Curiosamente, el escritor, pudo detectar el trote del toro y los caballos, pero no para escuchar el alegre seis numerao que anunciaba el arpa, antes de cada tanda de coleo, o los sabrosos galerones que Benito Quiroz alternaba con los valses, joropos y pasajes de Magdalena Sánchez, la verdadera reina del folklore nacional.

A pesar de haber sido Páez, Crespo y los Monagas coleadores, el presidente más entusiasta del coleo fue Cipriano Castro. Su escenario predilecto tanto para la mesa, la danza y la manga era La Victoria, ciudad donde triunfó la Revolución Restauradora. Cuando visitaba la ciudad, el siempre invicto no coleaba pero asistía en un brioso corcel a despejar la manga y, entre sus ocurrentes salidas y su buen humor, cortejaba a las hermosas aragüeñas que llevaban cintas para los diestros coleadores. Germán Fleitas Núñez recuerda una anécdota que pinta el ambiente de una tarde de Castro en la Victoria.

“Un día el doctor Olayzola, diestro coleador carabobeño, le ofrece una tumbada. ‘Ése lo voy a tumbar por el filo del lomo, general’. Hay expectativa. Viene la carrera y Olayzola hala la cola con sus fuerzas, pero el toro apenas resbala en cuatro patas, gira sobre sí mismo y queda con la cabeza hacia atrás; pero no se cae. El avergonzado coleador le grita desde el caballo: ‘Perdone, general, pero en el momento crucial me faltó caballo’. El general Castro hace estallar las carcajadas de las muchachas que lo rodean cuando contesta: ‘No, Olayzola, lo que le pasó fue que en el momento crucial, le sobró toro’. ‘¡Ese es mi gallo!’, grita un borracho, y las muchachas, que ya tenían sus cintas listas para adornar al jinete, se las colocan todas al ‘siempre invicto’ ”. Lo bueno de las cintas es que venían acompañadas de un beso en la mejilla.







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