Monte de Megido
Historia 15/08/2021 08:00 am         


En las dos primeras décadas del actual siglo hemos sido testigos de estremecimientos muy profundos



Por Manuel Salvador Ramos


No hay duda en lo relativo a la traslación histórica que constituye el postmodernismo. Lo que ya en las últimas décadas del siglo pasado eran manifestaciones de conductas sociales heterodoxas y hasta extravagantes, alimentadas las mismas por expresiones de rebeldía en voces de intelectuales y artistas, ya son hoy la progresiva destrucción de paradigmas y la total revisión valorativa de verdades arrastradas por tres siglos. No obstante, al configurarse la postmodernidad como una avalancha rupturista debemos desentrañar las motivaciones profundas y captar la autenticidad histórica de conductas y expresiones, porque la saturación ideológica ha adulterado buena parte de sus esencias y perspectivas, con afán de empujar el sentido de las rutas hacia la consumación de un supuesto enfrentamiento purificador.

En las dos primeras décadas del actual siglo hemos sido testigos de estremecimientos muy profundos. Son, sin duda, los contenidos del torrente, pero al observarlos con serenidad racional y no con pasión emocional, vemos como tal ruptura de paradigmas no conlleva para algunos nuevas configuraciones epistemológicas sino el realce de postulados implícitos en el modernismo, los cuales dentro del ritmo histórico han sido desfigurados en la compleja dinámica de los poderes fácticos. Ahora bien, hemos hablado de racionalidad y en honor a ella nos preguntamos: ese poder transformador y magnificado del pensamiento, el cual indiscutiblemente enmarca el cambio ruptural de paradigmas, ¿se agota en un ejercicio de relanzamiento de postulados maximalistas?; ¿son ellos la Gestalt de la posmodernidad y del futuro civilizatorio?

El fanatismo ideologista pretende enfrentar la complejidad de esa interrogante de forma lineal. Se está ante la batalla suprema del ser humano, según el revolucionarismo, y por lo tanto el escenario para las luchas iniciales del gran combate debe acondicionarse usando un arma cuyo impacto sea a la vez destructivo y desmoralizador. Es el momento en el cual vemos como extraen de su arsenal de falacias las galimatías con las cuales buscan conferirle a la ignorancia un prestigio reivindicador.

La herencia del “saber hacer”, legado notabilísimo del pensamiento europeo, busca ser desplazado por una glorificación del “no saber” como símbolo de la pureza originaria. La excelencia pasa a ser, consecuencialmente, una instrumentación de los poderes que han sojuzgado al hombre. Según tal premisa, entre el pueblo y el saber no solo hay una distancia abismal sino una dicotomía insalvable, y por ende las élites políticas y tecnocráticas solo son cenáculos donde se forjan las maquinaciones destinadas a socavar la supremacía moral, propiedad exclusiva de “Los condenados de la tierra”, al decir del gran Frantz Fanon. Es obvio entonces que dentro de esa visión se catalogue a las universidades como reductos de elaboración de saberes para “aniquilar del pueblo” y de ello deriva que es absolutamente necesario desconocerlo anterior y traer un nuevo pensar.

La fraseología falaz se ha maridado con carencias educativas y culturales lamentable e innegablemente presentes y por ello muchos pensadores complacientes vitorean el supuesto “aire fresco”. América Latina, región que ha visto llegar la postmodernidad sin que en buena parte de su andamiaje estructural haya fraguado aún la modernidad, ha sido campo de experimentación de tales visiones “innovadoras” y los casos mas recientes los observamos en ciertas tendencias muy significativas dentro del caso chileno, potenciándose las mismas al enfocar la perspectiva de los acontecimientos en Perú y los anclajes del atavismo político populista en otros países.

Es cierto que en alto grado tanto la fecundidad histórica del saber como el adelanto tecnológico alcanzado hoy, no han sido eficientemente encauzados para combatir los males y carencias que sufren millones de seres, pero el desafío del futuro para alcanzar metas significativas y estables con respecto a ello, no puede reducirse a la aplicación mecánica de cartillas doctrinarias que deforman la naturaleza trascendente del ser humano. El devenir civilizatorio está en manos de los liderazgos que sepan fusionar la probidad intelectual con la esencia ética y la profundidad humanística.







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