Carnavales de Caracas: ¡A que no me Conoces!
Identidad 23/02/2020 08:00 am         





Por Eleazar López Contreras


El Carnaval en Caracas es bárbaro. La diversión, más que infantil, perversa, es mojarse y ensuciarse con toda suerte de sustancias desagradables, arrojando azulillo, hollín y papelillo picado. El último día del domingo y lunes, el martes, es espantoso. Se reciben de la ventana jeringazos y totumas de agua que tiran las señoras y las criadas. Nadie se escapa ni aun suplicando. Los hombres adrede pasan corriendo a caballos para que los mojen. Los muchachos y los jóvenes decentes se mezclan con negritos y vagabundos que empujan y golpean las ventanas, fuerzan las puertas y todo lo atropellan para entrar a las casas, a tirar jeringas y conchas de huevos, ensuciando todo. La ciudad resuena con alaridos que parecen de lejos como borrachos, o como de degüello. Cruzan las calles en cuadrillas de veinte o más, como bandoleros, con vestidos andrajosos y enlodados llevando banderas y ramos, cohetes y sonajas para formar estruendo y batahola. Al agotarse la clara, echan tinas de fregar, todo con tierra y restos de comida. Las aceras y las ventanas quedan sucias y salpicadas. Las señoritas que tocan el piano y cantan arias italianas se comportan como negras zafias. Fácil es verlas con el vestido desatado casi hasta el muslo, el rostro deforme de tizne y de pantano, el cabello desgreñado y lleno de fango, y en este estado arremeter a los hombres vociferando como una criada, permitiendo que las abracen y manoseen sin reparo alguno. Por eso nadie las reputará por niñas honestas, sino por verduleras en completa embriaguez. Estas son las que al día siguiente se sonrojan al saludarlas, y reclaman delicadas actuaciones, como si la víspera no hubieran retozado y ejecutado actos horribles. Después el miércoles con las manos y la cara aún curtidas de pinturas las vemos encaminarse muy devotas y compungidas a la iglesia a tomar hipócritamente cenizas para recordar la muerte de Jesús, y prepararse para los ayunos y penitencias de Cuaresma.

Ése era el cuadro en Caracas, hace más de un siglo y medio… pero, antes, en los hogares de distinción había otro Carnaval. Aliada de España, como parte del plan para arrebatarle Jamaica a Inglaterra, Francia envió una gran flota a Venezuela que ancló en Puerto Cabello en 1783. De allí, un grupo de jóvenes oficiales de la nobleza francesa, se trasladó a Caracas donde permanecieron durante los días de carnaval, entre febrero y marzo. En sus respectivos y minuciosos diarios todos destacaron la amabilidad de sus anfitriones, la eterna primavera de Caracas, sus circundantes bellas haciendas, el atractivo de sus mujeres y el interés de ellas por la música y el baile. En las abundantes descripciones de las fiestas, a las que asistieron en esos días (entre las cuales figura la del Conde de Segur), apuntaron que se jugaba carnaval lanzando bombones de anís “a la cara, cabellos y pechos de las mujeres, cuyos vestidos estaban muy escotados”. En el “jueguito” participaban algunos monjes, con no poca malicia, pues apuntaban directo al pecho de las damas, sobre todo de las más bonitas. Los curas sabían lo que hacían.


“CIVILIZADOS Y DECENTES”

Casi un siglo después hubo un cambio general en el Carnaval. El primer carnaval propiamente organizado surgió de los deseos del afrancesado General y Presidente Antonio Guzmán Blanco, acerca de la conveniencia de sustituir el bárbaro juego de agua (y otros excesos) por un carnaval “civilizado”. La parroquia de Altagracia agarró la seña y tomó la iniciativa de celebrar el primer carnaval “decente” que conoció la ciudad. Esto ocurrió en 1873 y, en los años subsiguientes, las demás parroquias siguieron el ejemplo con desfiles de comparsas, a pie a y a caballo. Ya en 1886 se anunciaba el carnaval en la Parroquia Altagracia con “cohetes, truenos y cámaras”, paseo de carros y juegos de cintas, para lo cual se anunciaba el lugar, la hora y el tipo de ambiente. Ése fue el “año trece del Carnaval Regenerado”, lo cual sugiere que el relajo carnavalesco se había detenido en 1873, según los deseos civilistas de Guzmán. En esos tiempos se cambió el agua, el azulillo, la harina, el negro-humo y otras substancias nocivas por la colonia, los polvos de arroz, las serpentinas y los confites, las flores y los caramelos. Entonces surgieron los desfiles y carrozas que, eventualmente, darían lugar a una sana competencia entre las parroquias y sus reinas de carnaval, las cuales tuvieron su última manifestación real en los años cincuenta, durante los carnavales del Nuevo Ideal Nacional de Pérez Jiménez. Contrastan estos carnavales —para los del Centenario (1883) se mandaron a pintar las fachadas de las casas— con aquéllos de desmedida diversión callejera, que caracterizaron a los que tuvieron lugar en tiempos de Cipriano Castro (ya entrado el siglo 20), quien celebraba los suyos con grandes saraos. Los carnavales de su época fueron los más rumbosos de todos y fue él quien, para prolongar la gozadera, inventó la “octavita”, que se celebraba al sábado siguiente de los reglamentarios tres días, que cambió para cuatro (comenzando el domingo). Entonces se incrementaron los quioscos y templetes populares donde se instalaban los músicos, los cuales también tocaban en las plazas públicas para el pueblo. Hacia 1900 se levantaban tarimas que eran adornadas con guirnaldas, flores y bambalinas. Algunas fungían de tribunas, pero en los sectores populares servían para colocar a los músicos. Las primeras gradualmente evolucionaron hacia elaboradas y artísticas armazones que imitaban diferentes motivos, de modo que en los años veinte se construyó una pequeña réplica de la Torre Eiffel con cada una de las cuatro patas descansando sobre la esquina de Puente Yanes, y un espacio de cuatro metros debajo del arco. La competencia era un inmenso velero que se montó en la antigua Plaza López (la hoy desaparecida Plaza España) con todos los detalles en madera, velas y mecates. En 1859, cuando el coronel Manuel Vicente de las Casas se le volteó al gobierno de Julián Castro (y lo metió preso), en un clásico salto de talanquera, que fue el primero que tuvo lugar en los comienzos de la Guerra Federal, el jefe federalista Pedro Vicente Aguado que dominaba La Guaira, marchó con sus tropas a Caracas, donde esperaba ser recibido con júbilo. Desconociendo que de las Casas había dado un recontrasalto de talanquera, y que ahora estaba nuevamente en el Gobierno, en vez de palmas recibió plomo. La batalla tuvo lugar en la Plaza de San Pablo y el aspaviento fue tan grande que de allí se originó el término caraqueño que, para describir desorden, se dice que “se armó una san-pablera”. El asunto tiene que ver con la ubicación que cita el cronista que a continuación traemos a colación, ya que, como se verá, con el tiempo, el carnaval callejero adquirió visos de violencia.

Refiere Lucas Manzano (1884-1966) que, en febrero de 1901, en el Mercadito de San Pablo, “disfrutaban varias personas de las alegrías carnavalescas, bailando los unos; y otros en plena observación, pues que mientras personas de no importa qué categoría gozaban mezclándose con la gente de abajo, señoras encopetadas, y maridos celosos, estaban oteando cada quien a su elemento”. Señala el cronista que un tal “Chivito” (Polidoro Castillo), que llevaba horas “libando y bailando”, echó dos tiros al aire y procedió a marcarle las espaldas a varios disfraces con una filosa navaja de barbero, con la cual cortó a dos inocentes y aterrorizados ciudadanos. Hacia 1922 cerró el gobierno El Molino Rojo, el cual era un local de envite y azar y de bailes de carnaval, ubicado cerca de la actual desaparecida Plaza de San Pablo, el cual existía desde los tiempos de Castro. La decretada clausura se debía a las cada vez más frecuentes riñas que allí se suscitaban con “veras, navajas y cuchillos”. En el carnaval de 1901, además de lo mencionado por Lucas Manzano, se había armado allí una trifulca carnavalesca de tales dimensiones, que ésta arrojó un saldo de tres muertos y doce heridos, sin contar las gemas, armas, abanicos y hasta prendas íntimas esparcidas por el suelo. No obstante, los carnavales caraqueños iban en claro ascenso hasta adquirir cierto renombre internacional.


“¡AQUÍ ES! ¡AQUÍ ES!”

Desde 1910, año del Centenario, venían de Norteamérica turistas a disfrutarlo. Pero los desfiles tuvieron su verdadero apogeo cuando, empleando la novedosa mezcla inventada por MacAdam, se pavimentaron las principales calles de Caracas. Esto ocurrió en 1912, que fue cuando se popularizó el grito de “¡Aquí es! ¡Aquí es!”, para llamar la atención a quienes lanzaban golosinas desde los adornados coches y carrozas. En más de una oportunidad, algunos norteamericanos atendieron a ese llamado y les obsequiaron morocotas a algunas bellas muchachas que les gritaban desde sus ventanas. En esos años se decía que “carnaval sin los Sosa, no es carnaval”. Eran éstos dos hermanos comerciantes que cerraban su negocio para dedicarse por entero a los festejos carnavalescos, cuando se paseaban en un lujoso carruaje trajeados de impecable blanco, repartiendo flores, bombones y frascos de perfume entre las damas. Para ese entonces, los desfiles de carrozas, los bailes, las comparsas y los concursos de disfraces cobraron tal importancia y realce, que ya en los años veinte las páginas sociales elogiaban profusamente todas estas manifestaciones de alegría y buen gusto. Simultáneamente, en 1918 comenzó a notarse un vertiginoso descenso en los carnavales metropolitanos, cuyo refinamiento, elegancia y alegría quedó circunscrita a las fiestas particulares, mientras que el jaleo del carnaval popular florecía en las calles. Los bailes de sociedad en los carnavales de los primeros lustros del siglo veinte eran suntuosos y se celebraban en casi todas las casas de personas de cierto relieve social. La música estaba a cargo de orquestas de seis o siete músicos que tocaban foxtrots, pasodobles, tangos, charlestons y “son cubano”, los cuales sustituyeron a las más antiguas danzas de 1900 y pico —las consabidas cuadrillas, lanceros, polkas y valses—. Entonces se abrían los bailes con Espigas de oro y se cerraban con Adiós a Ocumare. No había bailes de carnaval en los clubes sociales pues todos se celebraban en los hogares de caché. En 1921 se pusieron de moda los “bailes de máscaras” en el Teatro Olimpia, donde se bailaba el fox y el “one” (one-step), que se decía estaba cargado “de abrazo grosero”. A cada una de las fiestas de sociedad, que comenzaban antes de carnaval y que podían ser no menos de diez, había que ir con un disfraz diferente. El primer salto hacia la democratización del atuendo ya lo habían dado, en la segunda década del siglo, algunos viajeros de sociedad que introdujeron el disfraz de Pierrot y Pierrettes (rojo y negro) y de Dominó (blanco con lunares) y las máscaras, los cuales se filtraron hacia la clase media al lado de los muy populares atuendos de Arlequín, de Colombina y de Odalisca, con lo que comenzaba la tradicional transgresión a las normas sociales que el anonimato le ha conferido a los disfraces durante el carnaval. Casi todos estos trajes eran de origen francés —inicialmente importados de la ville lumière—, siendo los de “marquesa” y María Antonieta los más destacados. Como una broma y para pasar desapercibidas, por esos tiempos también inventaron el de mamarracho, un amorfo popurrí de prendas de vestir viejas con el que las muchachas de diversos estratos, y hasta familias enteras, se presentaban en las fiestas de los vecinos. Como era muy difícil adivinar de quién se trataba, se puso de moda el refrán: “Bailo con vieja y guardo el secreto”. También había grupos que salían en comparsas inspiradas en los más variados motivos, como la llamada Versallesca, que debutó en el nuevo Hotel Majestic en 1931.

De estos tiempos escribe Guillermo José Schael: “Había familias que ofrecían espontáneamente sus casas y así, desde un mes antes, ya se estaban celebrando en Caracas los grandes bailes de disfraces”. Al llegar a las casas, irreconocibles, gritaban con voz fingida: ¿A que no me conoces?”. Este grito de batalla lo asumieron como suyo las audaces “negritas” que luego aparecieron en los modernos bailes carnavalescos. Cuando existía cierta división de lo social y lo frívolo, aparecieron las “negritas”. Su insólito disfraz desapareció con los nuevos tiempos y la píldora anticonceptiva, por lo que las mujeres comenzaron a hacer todo el año lo que antes hacían en carnaval, el cual también desapareció. El desinhibidor disfraz de “negrita” surgió como resultado de los nuevos tiempos de apertura democrática y social que se vivía, lo cual permitía ciertas liberalidades (o liviandades). El peculiar disfraz evitaba que las mujeres con ánimo de divertirse pagaran el precio de ser tildadas de “ligeras” o “vagabundas”. Como éstas no eran escasas, la censura social podía ser muy dura, según lo atestigua una alegre pieza, pre-negritas, de 1937, titulada Noches de carnaval: Comparsas jacarandosas/de mujeres sin pudor/con blancos senos desnudos/cual flores de tentación/Mirad, aquella morena/que al cruzar sus piernas lindas/muestra la piel de canela/más arriba de sus ligas./Diablesas cautivadoras/con su clásico antifaz/que van brindando en sus risas/todo su encanto infernal./Mirad, la de ojos felinos/ por el vino enardecida/que en su exceso de locura/muestra sus formas lascivas. Coro: Todas son alucinadas/que entre copas de champán/siguen su impúdica juerga/la noche de carnaval. Si con meros antifaces ya había crítica, vestidas de negritas era el acabose. La idea detrás de este disfraz, en particular, y no el de rumbera (que no hubiese permitido cubrir el cuerpo completo ni taparse la cara pues las rumberas no se cubrían el rostro), probablemente se debía a que con éste se asumía tanto la moral de una clase de conducta más liberal, como la pimienta y el atrevimiento de las negritas de verdad-verdad. Sin ánimo de presentarse como “mujeres sin pudor”, pero disfrazadas, en los carnavales de 1943, ya comercializada la frivolidad de estas fiestas, una bulliciosa comparsa de cinco audaces muchachas, irrumpió en el Roof Garden donde tocaba la Billo’s Caracas Boys. Todas lucían una especie de peluca con mechones negros y rojos, confeccionada con hebras de lana adheridas al cabello, y gritaban, con voz de falsete: “¡A que no me conoces!”. Para el final de ese carnaval, aparecieron las mismas negritas, pero con refuerzos. Al siguiente año invadían los predios del Hotel Majestic, donde tocaba la orquesta de Rafael Minaya. En los subsiguientes ya se esparcían como hongo a otras ciudades del interior. Su número iba aumentando cada año, mientras que el original disfraz lo iban adaptando a la moda de los tiempos.

En la posguerra, cuando se levantaron las restricciones al nylon, impuestas por la Segunda Guerra Mundial, las provocativas negritas aparecieron casi todas vestidas con tentadoras medias y una corta falda; luego vinieron las mallas largas de bailarina sobre la cual también se ponían una brevísima falda con el consabido delantalsito de “sirvienta de adentro”, que nunca fue abandonado de un todo. En los años cincuenta y pico, cuando todavía no existía la Lycra, las negritas adoptaron un ceñido mono de lana negro que cubrían con un diminuto bikini y una blusa, sin suprimir los sensuales tacones altos que habían usado desde un comienzo. El rostro se lo tapaban con una careta de tela negra —tipo pasamontañas—, que tenía el borde de los boquetes de la boca y los ojos pintados de rojo y blanco. Nada dejaban al descubierto pues usaban guantes y una peluca de cabello negro rizado. El uso de este particular disfraz tenía curiosas reminiscencias atávicas que se remitían a la Colonia, cuando, una vez al año, los amos del Valle cedían sus puestos a los esclavos, de quienes adoptaban su vestimenta y apariencia para servirlos a ellos en la cocina. Si ésta era una forma de expiar algún sentimiento de culpa, la simulación buscada por las “negritas” obedecía más a la conveniencia del anonimato que a una subconsciente emulación histórica. Así disfrazadas, las mujeres de diferentes rangos salían a bailar y hacer lo que no se atrevían —o no podían— hacer en condiciones normales. Si bien las había de todos tipos, las más audaces o lanzadas actuaban sin ningún tipo de inhibición, aunque no faltaban las “mosquitas muertas” que se soltaban el moño por completo. Las ubicuas negritas solían andar en cambote, pero también había comparsas completas que iban ingenuamente disfrazadas de piñata o de pirata, sin que nunca faltaran algunas que traslucieran su verdadera condición al aparecerse ataviadas de dominadoras vaqueras, luciendo unos tentadores shorts o minifalda, botas altas, revólver al cincho, sombrero tejano sobre una exuberante melena y un puntiagudo antifaz cubriéndoles el rostro. Si su desenfado atuendo las delataba como unas soberanas “bandidas” prestas a “buscar pelea”, hubo algunas más audaces que llegaron al extremo de salir con un sobretodo, antifaz y tacones sin nada abajo. Entraban a un lugar, mostraban su escultural cuerpo por un par de segundos y desaparecían sin dejar rastro, dejando a quienes dicen haberlas visto, totalmente anonadados. La misma centelleante operación la repetían en varios lugares, hasta que se creó el mito. Echarle el guante a uno de estos fugaces y misteriosos “relámpagos” constituía la máxima aspiración de los buscadores de tesoros femeninos durante el carnaval.

El balance final es que las traviesas negritas fueron el símbolo y la alegría de unos pintorescos carnavales que ya no volverán, si bien quedan los anecdóticos recuerdos de no pocos trastornos y problemas. El primer problema que siempre se presentó —y de muy difícil solución— fue la facilidad que tenían algunos “caballeros” para hacerse pasar por damas. En tiempos de Gómez, Antonio Danau, apodado “El encanto de un vals”, fue a dar a la cárcel junto con un émulo suyo llamado “La Condesa Negra”, por disfrazarse de mujer. Cuando Pedro García, el temible Comandante de la Policía, le explicó la razón, “El encanto”, a quien no le faltaba inventiva, le preguntó, en su habitual tono afectado, que quién había dictado la prohibición. “La orden la dio el Dr. José María Cárdenas, Presidente de la Junta de Carnaval”, respondió molesto el Coronel García. “¿Ah sí? —replicó el mariposo, tomando pose—. Entonces él no podría disfrazarse de lo que a él le gusta”. La historia pintoresca de los carnavales está repleta de incidentes similares, aunque de otro tenor, pues son muchos los chascos que algunos se llevaron por echarse su escapada y ser cazados con las manos en la masa. Por ejemplo, ocurría que algún atrevido marido bailara con una esquiva y atractiva “negrita”, en quien ponía en práctica sus viejos trucos de redomado seductor, sin saber que se trataba de su propia esposa, a quien no solo apurruñaba sino que también la besaba y la sobaba, proponiendo irse juntos a un hotel (después, un “motel” como el de Boleíta, que se decía que era de Paula Bellini, amante de Spartaco Santoni). La identidad de la esposa la descubría el asombrado marido. Al llegar “la hora de la verdad”, en esos preclimáticos momentos, la excusa más común esgrimida por el esposo atrapado, solía ser un descabellado alegato, nacido de la desesperación (con algo de cinismo): “Pero, mi amor… ¡si todo el tiempo yo sabía que eras tú!”. Pero las excusas de carnaval, en situaciones similares entre parejas, son muchas. La más increíble tuvo lugar hacia 1965. La esposa contrató a un detective, para que vigilara a su marido, quien siempre se le escapaba con otras. Al mostrarle la evidencia, incontrastable de una fotografía suya con una negrita, en un carnaval en el Tamanaco (la foto se la pagó el detective al Chiclayano), donde tocaba Tito Puente), su excusa fue: “Mi vida, ¿a quién le vas a creer tú más? ¿A mí o a la foto!”.








VISITA NUESTRAS REDES SOCIALES
© 2024 EnElTapete.com Derechos Reservados