Mi Caracas
Identidad 25/07/2020 08:00 am         


Como cualquier otra ciudad del mundo, Caracas son muchas Caracas



Por Marcos Salas


Mi capital, la que atesoro, existe solo en mis recuerdos o, mejor dicho, en los buenísimos recuerdos, porque los malos –el maloso que una vez me puso una pistola en la sien o esa irritante mala costumbre de muchos arrojar los periódicos por la ventana del autobús luego de ojearlos– hace mucho que los metí, como suele decirse, en el basurero de la historia. Pienso en mi Caracas como en una especie de ficción, digamos un extenso libro de aventuras ya leído, releído y devuelto a la biblioteca, o como una película que vi cientos veces y que dejaron de exhibir en los cines o fue sustituida por otra más o menos parecida, pero nunca igual.

Para mí, Caracas es, hoy, una idea más que una añoranza, un estado de ánimo, una sumatoria de experiencias pasada, más asociadas con momentos, personas y sensaciones que con sus lugares físicos o ese clima tan privilegiado, de dioses, como dijo alguien en estos días. Pongamos por ejemplo, el Ávila, nuestra montaña mágica. Majestuosa. Imponente. Muro protector, pulmón de la ciudad, testigo mudo de malandanzas. No lo echo de menos el Ávila. Es decir, me gusta verlo a lo lejos –ya lo dije: es imponente– cuando visito Caracas o en fotos de redes sociales, pero no necesito más que eso. Tampoco me hacen demasiada falta el CCCT o la estupenda esfera de Jesús Soto en la autopista Francisco Fajardo. Puedo vivir sin ellos.

No. Mi Caracas ya no existe como no existe la redacción de El Nacional de Puente Nuevo a Puerto Escondido donde comencé en este negocio de la mano de Aquilino José Mata y mi difunto amigo Virgilio Fernández, muerto el 27 de noviembre de 1992 por la bala de un soldado que hoy debe ser general de división, hacendado importador de leche o flamante propietario de cisternas de agua o bombas de gasolina. Todo el que haya pasado por la redacción de El Nacional tiene conciencia del peso específico, de la huella histórica, humana, vital que tiene ese lugar. Comencé en El Nacional como pasante en la sección de Espectáculos (Farándula) y sería injusto decir que la pasé mal, solo que ya esos lugares que me servían de fuente tampoco existen: ni RCTV ni Venevisión (que existe, pero no existe), lo mismo que aquellas empresas disqueras como Sonográfica o Sonorodven, mucho menos el restaurante El Padrino, propiedad del esposo de Mirla Castellanos, donde se hacían ruedas de prensa y tomé tragos con Rocío Dúrcal y Raphael se enojó porque infantilmente le comenté que, me parecía, había perdido la voz.

Tampoco existe el Festival Internacional de Teatro de Caracas ni su artífice, el Ateneo de Caracas con su magnífica librería como punto de encuentro y las salas de teatro Anna Julia Rojas y de cine Margot Benacerraf. Desapareció el Cine Prensa. Ignoro si la Cinemateca Nacional sigue activa. Me pregunto dónde ven los más jóvenes las películas de los grandes maestros –Murnau, Chaplin, Kurosawa, Bergman, Fellini– que vi en las salas de cine de mi Caracas, incluyendo las comerciales en sus inolvidables Martes Clásicos.

De regreso a las redacciones, espacios de trabajo, diversión, amistad (y envidias también, a no dudarlo): de la revista Exceso al mando de Ben Amí Fihman (me entristece pensar que Vanity Fair, uno de los templates de Fihman para Exceso, sigue ahí, viva, produciendo, y la nuestra, aquella maravilla que hacíamos de Gradillas a San Jacinto pasó, como tantas cosas, a mejor vida); de la revista Feriado, que tuve el gusto de hacer con mi dilecto Edmundo Bracho hasta que nos botaron a los dos; de TalCual, diario del que soy fundador y donde tuve el privilegio de trabajar, además de con Teodoro Petkoff, con mi amigo, que en paz descanse, Oswaldo Barreto; de mis días en El Mundo, allá en la Torre La Prensa, a un lado del Panteón Nacional (entiendo –no me consta– que la revolución añadió un adefesio en ese sitio) siguen firmes los recuerdos de andanzas periodísticas con Boris Muñoz, Alejandro Rebolledo, Ezequiel Borges, Orlando Luna. Amigos eternos.

Mi Caracas es, desde luego, sus librerías, sus restaurantes –españoles, italianos, franceses, de carnes– y su vida nocturna, mi preferida. Cuántos momentos imborrables en el estudio Mata de Coco, L’Antró, El Turpial, aquel tugurio de Altamira cuya entrada era la boca de un indio, El Maní, El Moloko, otros tantos más –o menos– memorables. Y no hablemos de Casa Cortez, La Quintana, Mi Tasca o el Rías Gallegas –“templos de la felicidad y la amistad”, como los definió en 2008 mi amigo, el negro Gustavo Oliveros–, bares que frecuenté con mi primo Manuel y su padre, el incombustible poeta Caupolicán Ovalles.

(Alguien me advirtió la última vez que fui a Caracas: “La Solano es Bombay, ni se te ocurra”).

El León creo que sigue en pie, larga vida a El León. Me dicen que Only Richard sigue cantando entre sus mesas (alguna vez contaré cómo hicimos para que Only Richard fuese el primer invitado de “Edgaldo & Ricaldo”, el programa de radio que hice con mi amigo Emigdio, entonces tecladista de otro tesoro caraqueño, Desorden Público, hoy también –Emigdio– fuera de Venezuela) y que sus pizzas se mantienen insuperables. Mi Caracas es, debí comenzar por ahí, los romances, los amores: pasajeros, ocasionales, perdurables. Es la casa de Orianna, sus abuelos; las escapadas con Gaby; los miradores con sus resuelves, los moteles nocturnos (¡ay, La Toja!), los enamoramientos solitarios (de Mónica, por ejemplo), los despechos porque Cristina no me paró bolas.

Es mi novia y ahora esposa, Laura, una caraqueña a toda prueba. A bordo de su carro coreano íbamos y veníamos a TODAS partes, a TODAS las horas posibles e imposibles, y nunca nos pasó NADA (nos protegía el ánima de Guaicaipuro). Mi Caracas es, en fin, una ciudad de fiestas por cualquier excusa, improvisadas o no, de costa a costa: cumpleaños en El Silencio o Caricuao; bailantas (en mi caso, tertulias) en Los Palos Grandes; nos vemos en La Ciudadela o en Chacao; bodas en el Country Club o La Lagunita. Mi Caracas es Faitha, Sara, Merary, Humberto, César, Juan Marcos, Xariell, Carlos, Alina. Mi Caracas son las ya lejanas fiestas punk en las casas del Este. Las esquiadas en la autopista con Margarito. Los festejos por el Día del Periodista de la Fundación Bigott en su sede de Petare. La peda que me metí con Trino Mora. La vez que acompañamos a Evio Di Marzo a la inspectoría de tránsito de El Rosal porque le remolcaron el carro mientras bebíamos en un cuchitril llamado, creo, El Álamo. El revólver que olvidó Gualberto Ibarreto en el estudio de la radio, la mesa y los chistes que compartimos con Rudy La Scala. La noche que fuimos en busca de Adrián Guacarán en las casas de lenocinio de la avenida Baralt (sin éxito, cabe señalar). La entrevista a medianoche a Raúl Amundaray en su minimuseo. Las visitas a La Ahumada para entrevistar a Carlos Andrés Pérez para el libro “Usted me debe esa cárcel”, del mencionado Caupolicán. Las reuniones en casa de Rebeca. El amanecer de un lunes en un autocine de Los Naranjos con la música de Soda Stereo en vivo tras doce horas de conciertos. Las areperas, polleras, perrocalenteros. La Fura dels Baus en el Poliedro. Gorbachov en la sede de Banesco. Sentimiento Muerto y Zapato 3 en la Sala Rómulo Gallegos o el Teatro Cadafe. El pool en la taguara de Baruta. El toque de Dermis Tatú en un bar de ficheras en Los Ruices al que acudió Charly García. Los innúmeros conciertos y recitales, de Fito Páez, Ray Charles, Oasis, Chavela Vargas, Celia Cruz, Roger Waters, Juan Gabriel, Peter Gabriel (no está relacionado con Juan), Metallica, Caetano Veloso, Susana Baca…

Qué gran ciudad es mi Caracas.

He visitado Caracas varias veces desde mi partida –la última en 2018 para los ochenta de Marta, mi madre– y he tratado de inculcar a mi hija estadounidense amor y solo amor por Venezuela, particularmente por Caracas (la pobre fue varias hasta que la revolución sencillamente se lo impidió). Sin embargo, a decir verdad, nunca volvió a ser lo mismo. Es como esos sueños de lugares que conoces pero no terminas de reconocer. Cambió la ciudad, sus códigos y fisonomía. También, por supuesto, cambié yo.

Mucha gente cercana a mí se fue como lo hice yo.

Me abstengo de coger la calle por las noches cuando estoy de visita: como a casi todos los caraqueños, me ganó el miedo al caco y la tiniebla, un imposible en aquellos, mis tiempos. La calle Géminis de Santa Paula sumida en ese silencio inquietante, con viejos y no jóvenes o niños caminando en las aceras, sin los miles de carros de otrora a ambos lados y con las tres cuartas partes de los apartamentos en los edificios vacíos y a oscuras, no es mi calle Géminis. Creo, incluso, haberme extraviado manejando en la Caracas de hoy, algo inaceptable para el baquiano que, hasta ese día, me precié de ser. En mis tiempos se usaban bolívares a secas, ni fuertes ni soberanos, mucho menos dólares, transferencias bancarias o esa abominación llamada petro.

Me despedí de mi Caracas en 2005 de una manera muy peculiar, o sea, caraqueña: con la dolorosa muerte y velorio en una funeraria de El Rosal de mi primo Ramón Castillo –matemático, filósofo, profesor, ajedrecista, loco, entrañable– y, solo dos días después, una fiesta organizada por este servidor, un parrandón en el bar del Hotel Presidente al que asistieron muchos de los arriba mencionados y otros a quienes pido perdón por omitirles. Una celebración, digo yo, por todo lo alto, con suficiente whisky, tequeños y bolitas de carne para todos (en mi Caracas nunca había plata, pero siempre había plata) y, mejor que mejor, rebosante de sonrisas (risas), abrazos, calor, amistad, alegría. Otros dos días después, partí llevándome a mi Caracas conmigo, esa que sigue viva, palpitante, en mis recuerdos acá en la ciudad de Miami.



Marcos Salas es periodista y escritor. Trabaja por su cuenta para la industria de la televisión como creador de contenido, traductor y guionista. Ha escrito una novela aún sin publicar. Actualmente está desarrollando una serie de televisión.











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