Caraqueño soy
Identidad 26/07/2020 08:00 am         


La geografía de mi infancia, ahora que la puedo ver a detalle gracias a las bondades de Google Maps. Recuerdo con claridad la primera vez que recorrí ese triángulo en completa soledad.



Por Mirco Ferri


Creo poder afirmar, sin faltar a la verdad ni un ápice, que soy caraqueño por nacimiento, vocación y convicción. Nací en esta ciudad, en la parroquia El Recreo, concretamente en una pequeña clínica a la vera de la avenida Casanova, y, de los sesenta años que tengo de vida, habré estado fuera de ella si acaso uno o dos, sumando todas las vacaciones, asuetos de fin de semana y viajes laborales que me tocaron a lo largo de mi existencia. Así que, sin mayores reparos, proclamo mi caraqueñidad, no con orgullo o con despecho, sino como algo natural e inevitable; tal como un perro agita su cola.

Ahora bien, me toca reflexionar un poco sobre lo que acabo de afirmar. Aunque esta ha sido mi ciudad desde siempre, hay sectores de ella que no he visitado jamás, y otros a los que tengo décadas sin acudir. También hay algunos a los que habré ido una sola vez, en condición de turista. Eso no tiene nada de particular, claro está: debe ser algo común en los habitantes las grandes urbes. No es lo mismo ser vecino de un pueblo o de una pequeña ciudad, de una docena de calles a lo sumo, en donde casi todo el mundo se conoce así sea de vista o referencia, que de una megalópolis que se expande en un área de 784 Km2. Por lo general, uno conoce a fondo los sectores en donde ha habitado, y en los cuales ha estudiado y trabajado, a lo largo de su vida. Y establece ciertos protocolos básicos: dónde hacer mercado, dónde ir a ejercitarse, dónde resolver los asuntos burocráticos, dónde acudir para divertirse. Su zona de confort, vaya, para usar un lugar común. Lo que se sale de esa zona pertenece al territorio de lo inexplorado, en el que uno se adentra solamente si se conjugan determinadas circunstancias, de ordinario dictadas por la casualidad. Ahora bien, a lo largo de una vida lo común es la mudanza, tanto de residencia como de trabajo, por lo que esas zonas a las que me refiero van cambiando, y lo que fue habitual un tiempo deja de serlo para darle paso a otras experiencias. Pero hagamos un poco de historia personal, que permita ilustrar mejor mi punto.

La geografía de mi infancia, ahora que la puedo ver a detalle gracias a las bondades de Google Maps, tenía forma triangular. Un triángulo rectángulo, para ser más exactos, cuyos vértices están circunscritos dentro de la urbanización Bello Monte, la original, la que está del Guaire hacia arriba. Tuvo una ilustre vecina, la quinta Bel-Mount, casa de la hacienda que fundara el señor Alderson en la primera mitad del siglo XIX, y que nombró en honor a su hija Isabelle, Belle en la intimidad. El monte de Belle, entonces. Es un triángulo delimitado por tres vías: la hipotenusa corresponde a la avenida Humboldt; el cateto mayor, a la Casanova, y el menor, a la calle Baldó. Humboldt sabemos quién es; Casanova fue uno de los últimos dueños o administradores de la hacienda Bello Monte. Sobre Baldó no tengo la menor idea; es tarea pendiente.

Recuerdo con claridad la primera vez que recorrí ese triángulo en completa soledad. Tenía diez años; lo sé, porque venía del primer gran despecho de mi vida. No un despecho amoroso, que tan precoz en esos aspectos no fui, sino deportivo: mi selección, la “squadra azzurra”, había caído de manera vergonzosa ante la infernal maquinaria brasileira, en aquel célebre mundial México 70. Cuatro goles a uno. Dentro de mi cuerdita, creo que era el único que le iba a Italia, por lo que me tocó enfrentar el dolor, acrecentado por las burlas de mis amigos que celebraron por semanas aquel acontecimiento, en solitario. Y decidí hacerlo caminando, recorriendo el perímetro de mi triangular cuadra. Mi autonomía, hasta ese momento, se limitaba a la sección de la avenida Humboldt que comenzaba en la esquina con la Casanova y moría al llegar al otro canto; tal vez unos ciento cincuenta, o doscientos metros en total. Yo vivía aproximadamente en la mitad de ese segmento, en el edificio Humboldt; la construcción más alta del lugar, con sus seis pisos de altura, que contrastaban con las casitas de una o dos plantas que lo rodeaban. Ese día expandí mis horizontes por primera vez, en un mínimo periplo que me llevó hasta la clínica en donde había nacido, que quedaba a media cuadra de mi casa; luego, me hizo bordear por un rato la avenida Casanova, en donde había algunos negocios que me llamaban la atención, como la pajarería con su perpetuo escándalo, y la tienda de bicicletas Benotto nuevecitas colgadas de las paredes; después cruzò hacia el sur al llegar a la esquina, y por último remató en el punto en donde había iniciado. Fue una pequeña aventura, pero también una especie de rito iniciático de lo que luego se volvería una de mis aficiones: escudriñar los vericuetos y la historia menuda de la ciudad.

Cuando fui un poco más grande, mi geografía cambió para expandirse hacia dos zonas distintas: una correspondiente a mi nuevo lugar de habitación, la avenida Libertador, y la otra a mi colegio, que quedaba en Colinas de Bello Monte. De esa manera, me compenetré con las calles umbrosas, de aceras interrumpidas por los grandes jabillos, acacias y castaños que les dan sus nombres, de La Florida, y con las escarpadas vías de la urbanización creada por iniciativa de Inocente Carreño, que se encarama sobre las montañas al sur de la ciudad. Al principio, miraba ese paisaje desde mi asiento en el bus escolar, y me distraía contemplando las modernas construcciones que parecían desafiar la gravedad. Como la célebre, y ahora deforme por las torpes remodelaciones efectuadas posteriormente, Villa Monzeglio, también conocida como Quinta Olary; esa que se asoma al abismo, soportada apenas por dos gráciles columnas diagonales, y cuya caída fue pronosticada errónea e inútilmente muchas veces. Después, ya en los últimos años de bachillerato, prescindía de la comodidad del transporte; impenitente andariego, me devolvía a pie a mi casa, en un trayecto que, de acuerdo a mi premura o a las distracciones que se me toparan en el camino, podía tomar entre una y tres horas de absoluta felicidad e independencia. Capítulo aparte ocupa, en mi memoria, todo lo referente a la avenida Abraham Lincoln, o Calle Real de Sabana Grande, antes de que existiera el metro, antes de que fuese bulevar. Cuando era el centro comercial por excelencia de la ciudad, y la recorría de arriba abajo por el mero placer de hacerlo, a veces solo, a veces acompañado.

Luego vino la universidad. En ese momento, cambié mi paisaje habitual por el del sureste de la ciudad, dado que entré a la Simón Bolívar, y con el tiempo me volví baquiano de esa zona que coqueteaba todavía entre lo rural y lo suburbano, en un escenario de transición que hoy en día se terminó de consolidar; ya las antiguas siembras de hortalizas de El Hatillo y La Unión han desaparecido en gran medida, reemplazadas por desarrollos habitacionales fomentados por la demanda de vivienda que vino en aumento desde mediados de los años 80.

Mi particular “conquista del centro” ocurrió cuando comencé a trabajar formalmente; por un par de años, la avenida Urdaneta, la Plaza Candelaria y, sobre todo, la miríada de tascas diseminadas desde la esquina de Urapal hasta la de Pele el Ojo, fueron el objeto de mis afectos. A pesar de que el concepto del tapeo no me era extraño desde la infancia, dada la cantidad de restaurantes españoles que había en Sabana Grande, lo que ocurría en La Candelaria era de otro nivel. Con mi modesto sueldo de primerizo en el mundo de la computación, podía darme el lujo de comer por lo menos una vez por semana en alguno de esos lugares de nombres con reminiscencias ibéricas. Pero no sólo fui feliz por la comida: la cercanía de la avenida Fuerzas Armadas, y sus libreros debajo del puente, me permitieron enriquecer de manera sostenida mi para entonces escuálida biblioteca.

Con el matrimonio, mi vida dio otro vuelco, y me vi mudado lejos de mis escenarios habituales. Ahora mis ratos en familia se desarrollarían al este de la ciudad, y mi cotidianidad se repartiría entre los diversos lugares en los que iría a trabajar, y la zona de La California Norte en donde estaba mi nueva residencia. Vivir a escasos cinco minutos del metro fue una ventaja importante, durante esos años. Por mucho tiempo, ese fue mi medio de transporte por elección, dada su practicidad y economía; por fortuna, casi todos los lugares en los que me tocó trabajar durante un largo período tenían una estación del metro, o una parada del metrobús, cerca. Eran los años en los cuales se notaba la eficacia de las campañas de concientización a la colectividad, y la gente era ordenada, limpia y cordial dentro de las instalaciones subterráneas. Puede sonar a cliché, pero era cierto que la gente se transformaba al entrar a una estación del metro. Tal vez mi carácter ciudadano se haya terminado de forjar en ese espacio democrático, igualador, usado por miembros de todas las clases sociales, sin mayores privilegios que los dictados por la suerte de conseguir un puesto para sentarse, en horas pico.

En estos últimos años, mi geografía particular se ha ido reduciendo, tanto por el cambio de paradigma en las actividades profesionales como por la contingencia de la pandemia; ahora todo se hace desde casa, y las salidas son esporádicas, para lo indispensable. Nos han encerrado en especies de ghettos, dictados oficialmente por la emergencia, y de manera extraoficial por la escasez de combustible. Cruzar la línea fronteriza entre municipios es tarea ardua, a veces imposible, dependiendo del ánimo del efectivo de turno.

Ya este cuento está bastante largo, por lo que voy a ir cerrándolo. A manera de conclusión, puedo asentar algunas cosas. Durante el transcurso de mi vida, pude experimentar diversas versiones de Caracas, cada una con su propio carácter, bondades y defectos. También, tuve la oportunidad de percibir la condición multicultural de la ciudad, con sus enclaves hispánicos, italianos, judíos, chinos, árabes, balcánicos. He atestiguado su crecimiento, al verla desbordarse tanto hacia el sureste como hacia el noreste, bajo la forma de urbanizaciones que se fueron articulando de manera ordenada al entramado urbano, y de asentamientos informales que reclamaron espacios baldíos por la vía de los hechos; y además su transformación perenne, cosa que no siempre ha sido para bien. Algo que no me complace mucho es saber que hay una Caracas que me es desconocida, o de la cual sé muy poco, y de “segunda mano”: la que se desarrolló hacia el oeste, la que está de El Silencio hacia allá, pues nunca tuve la ocasión, el interés o la necesidad de frecuentarla, y tal vez jamás lo haga. Con pesar, también debo admitir que estamos presenciando su hora menguada, sus momentos oscuros, y lo digo tanto de manera figurada como literal. A despecho de esto último, no puedo dejar de proclamar mis sentimientos hacia esta ciudad, que está a punto de cumplir 453 años. Que sean muchísimos más, que salga de este bache, que resurja. Que recobre su vida cultural, deportiva y rumbera. Que vuelva a ser el orgullo de nosotros, sus pacientes y sufridos habitantes.








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