Franklin Brito Anatomía de la Dignidad
Identidad 22/08/2020 08:00 am         


Un libro sobre una tierra violentada y el hombre que la defendió hasta el fin.



Editado por Cedice y escrito por la periodista y ensayista Faitha Nahmens Larrazábal, el libro llega al espacio virtual para contar la dramática saga de tenacidad, saña y silencio cuyo final es una injusticia sin límites; como los perdidos por un fundo invadido. Diez años después, sigue vigente el reclamo de un hombre esquilmado


La vida de Franklin Brito se convierte en asunto de interés nacional cuando un conflicto de confines en el fundo Iguaraya de su propiedad, ubicado en el estado Bolívar, deja de ser un asuntillo de confusiones de medidas para alcanzar nivel nacional, en realidad, niveles impensables de injusticia y rémora. Por lo que parecía un quítame estas pajas, o estas verjas en sus límites, sale a flote la calaña de unos funcionarios que deciden a fustigarlo de esa y otras maneras más, desconociendo sus derechos. Todo por haber propuesto fumigar unos terrenos de una manera ecológica y no como proponía el alcalde, con pesticidas cuya compra seguro le resultarían un lucrativo negocio. 

La historia crece con la levadura de la tenaz saña. Y la estatura de Brito, el venezolano que soporta todo y más con tal de no dar su brazo a torcer. Si le pertenece su fundo ¿por qué usurparlo e impedirle su acceso? ¿Por qué despedirlos a él y a su esposa de sus trabajos? Vino a Caracas imaginando que los tribunales le darían la razón y así, como una bola de nieve, el conflicto se convierte en asunto de Estado que involucra ministros y al entonces presidente del país. Impensable que durara nueve años esta querella.

Ridiculizado, con promesas que se cumplen a medias pero nunca reconocida su titularidad, nueve huelgas de hambre en el doloroso ínterin, este libro cuenta la saga de una familia abandonada por la historia, y reconstruye la compleja trama de penurias, viajes y despropósitos que los afectó para siempre. 

Fallecido el 30 de agosto de 2010, ahora se cumplen diez años de este cruento episodio. Los cuatro hijos y la viuda entienden que perdieron Iguaraya, el fundo donde intentaron cambiar de vida y donde Franklin Brito perdió la suya. 

Reportaje largo, investigación que expone nuestro sistema, es un retrato del país mezquino y un espejo donde vernos. Asunto que roza lo legal, lo social, lo político, lo psicológico y lo místico, suscrito por la periodista Faitha Nahmens Larrazábal, tanta barbaridad no es ficción, lamentablemente así pasó, nos pasó a todos. Brito nos duele todavía. Con este aporte del Observatorio de Derechos de Propiedad de Cedice se espera se abra una reflexión sobre la importancia de este derecho humano fundamental tan golpeado en Venezuela y que es la base para la prosperidad de los ciudadanos.

1/ EL QUIJOTE QUE SE MARCHA

La báscula se detiene en el mítico 33. Son los kilogramos que pesa Franklin José Brito Rodríguez cuando, pasadas las 9 de la noche del lunes 30 de agosto de 2010, exhausto y consumido, luego de permanecer casi nueve meses internado contra su voluntad en el Hospital Militar Carlos Arvelo de Caracas, es declarado clínicamente muerto por los médicos a cargo; de seguidas dan el parte a la familia.

Sentí como un desgarramiento, un dolor inmenso aquí, en el pecho. Rompimos en llanto. No lo podíamos creer.

Abatidos, el corazón en la boca, Elena de Brito y los cuatro hijos, Francia, Ángela y los gemelos Franklin José y José Franklin, impelidos por aquel mazazo, van en tropel al desangelado espacio del área de terapia intensiva donde estaba recluido el porfiado agricultor, el biólogo que desafió al statu quo, el agraviado pacifista de las nueve huelgas de hambre. Frío inmenso.

No, no era este el desenlace que imaginábamos, ¡por supuesto que no! Aunque parezcamos unos ilusos, la verdad es que nunca perdimos la esperanza. Hasta el último minuto creímos que él se iba a reponer y que por fin se arreglarían las cosas.

Descarnado, sucinto, casi etéreo, una línea tan vertical como su condición ética, parece una hendidura en la cama donde yace. Noche aciaga en la que languidece el luchador corajudo, el venezolano a quien le calzan los zapatos de Gandhi y Mandela, el Quijote que se marcha; hacen una cruz su figura de palo y el bigote espeso que tapiza de un lado a otro las escurridas mejillas. Piel fatigada a una secuencia de huesos adherida, aquella figura devastada, quebrantada, deshabitada, que cuando todo comenzó pesaba 105 kilos, no le hace justicia a lo inmensurable que comienza a ser su peso histórico, el de su epopeya; siete años de resistencia pacífica acreditan el calificativo.

Sospechamos siempre de la nobleza de intenciones de la directiva del hospital; para empezar, las dudosas condiciones de salubridad de aquella improvisada habitación donde lo mantuvieron aislado. Salvo por honrosas excepciones, más que atenciones y cuidados, recibió maltratos. En realidad no era un paciente. Ingresó porque así lo ordenó un juzgado. Estaba en realidad preso, como si de un delincuente se tratara.

La caja torácica es una desproporcionada protuberancia a duras penas recubierta por aquel hollejo que transparenta el costillar. Silueta en tránsito, ahora inmóvil, ya no se expande ni se contrae afanosa. Acababan de hacerle la última reanimación cardíaca con electroshock, con infructuosos resultados. Horas antes han consignado un parte desalentador. El cuadro clínico es muy complicado: deficiencia respiratoria, pulmonía, hipotermia y daños severos en el hígado y los riñones; no tiene ni diez por ciento de lo que le correspondería de masa muscular; tampoco tiene defensas, las plaquetas están muy bajas. La autopsia, que le harán allí mismo, revela que agravó el ya crítico diagnóstico un choque séptico. Compromete su vida un paro cardíaco.

No, nunca se quejó, él asumió su papel como si sus carnes no le pertenecieran, pero no es difícil imaginar su dolor, dolor profundo en su alma y en su cuerpo cada vez más frágil. Como cuando traían el aparato de rayos equis y, sin alzarlo ni un poco siquiera, le deslizaban aquellas tablillas por debajo de la espalda. Tenía que ser para él un padecimiento, se le humedecían los ojos. Estaba cundido de escaras y el estrujón le arrancaba las costras. Sangraba.

Cuerpo lacerado y humillado, cuerpo descarnado que yace como el de un Cristo, cuerpo ofrendado gramo a gramo, y que se extingue de mengua tras el extenuante rosario de inmolaciones, se convierte en una síntesis elocuente del trance vivido.

Le cerré los ojos.

Cuerpo seco y desolado que por fuerza sucumbe, se transforma, paradójicamente, en la más palmaria expresión de su indoblegable voluntad.
Pero la más desesperada era Ángela.
Cuerpo que es un lacónico rictus, cuerpo afilado y punta de lanza, cuerpo marchito picoteado de agujas y extraviado bajo la madeja de tubos, se transfigura de inmediato en imagen inmortal.
Rezamos.
Cuerpo deshecho como daño colateral, nunca por su propio propósito, y que jamás agredió a ningún otro, se transmuta en símbolo de libertad.
En cuerpo insignia y marca de la batalla: la que libró sin bajar nunca la cerviz.
En cuerpo libelo y prueba fehaciente.
En cuerpo del delito ajeno.
En cuerpo barómetro de la debilidad de los organismos otros.
En cuerpo espejo de la indolencia.
En cuerpo vitrina del desdén padecido.
En cuerpo pancarta y cuerpo grito, que aunque inmóvil, se transforma en estruendoso ¡ay! al cielo.

Y el más esperanzado, él. Estaba seguro de que el gobierno, en algún momento, por fin, procedería con justicia. La víspera, cuando todavía estaba consciente, me tomó la mano y me dijo: Ten fe, Elena, volveremos a Iguaraya, tú verás, no me dejarán morir.








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