Parque del Este: 60 años en las más duras
Identidad 24/01/2021 08:00 am         


La historia de la belleza de un territorio vital en reclamación: todo requiere cuido.



Esteticismo urbano que reverencia el verde—aun cuando no se salva del troche y moche que han padecido muchos árboles de la ciudad—y que convoca a cielo abierto la luz tropical que allí parece anidarse en relación sensual (meciendo las palmeras), el Parque del Este, con sus tantos nombres con que ha sido bautizado y rebautizado —parque Rómulo Gallegos, Parque Rómulo Betancourt y Parque Generalísimo Francisco de Miranda—,sigue siendo un oasis en el valle caraqueño, pesea lo tanto. Para empezar, el caos que hay que sortear para entrar: convertidos los alrededores en una improvisada estación de autobuses, súmenselos kioscos de la economía informal, la única economía a mano. Pero con todo y el poco gentil prolegómeno, parece imposible, sin embargo, sabotear su natural belleza. Belleza que sigue imantando a la mayoría, a sus 60.


En efecto, a pesar asimismo del mamotrético elevado de concreto instalado enfrente para nada, porque solo pasa por encima de las súplicas vecinales, y a pesar dela presencia de guardias armados que deambulan tan notorios con sus uniformes de hojitas verdes por caminerías y estaciones de observación, el gozo sensorial se recompone en un instante. La impresión de proximidad del Ávila que parece hacer zalemas desde el norte provoca un orgánico placer. Sí, ha de ser una suerte de joya estética este parque que pese a las tantas interrupciones de la escenografía —el elevado, las armas de los de botas, las aves presas en jaulas: aun no se ha modernizado o compadecido la institución en este sentido—sigue hechizando. Pero ¿hay un debate sobre qué conviene al parque y al caraqueño? La visual que soñaba su diseñador era distinta: imaginaba un continuo clorofílico desde este jardín sembrado en los terrenos de una antigua hacienda, pasando por el parque La Carlota en veremos hasta llegar a la infinitud curvilínea de la montaña caraqueña. Quizá en otro aniversario. Este, signado por múltiples pandemias, sigue de largo. Aunque la esperanza es verde. Y el verde se respira aquí, epitelial.


Suscrito por Roberto Burle Marx, artista plástico brasileño devenido mito por su devoción por la naturaleza y composiciones florales así como titulado paisajista no por estudios formales pero sí por méritos, el parque del Este sería su obra dilecta. Por algo será. Para hacer el trazado y la distribución de las más de130 especies vegetales que contiene y que fueron traídas, para su inauguración en 1961, especialmente desde las inmediaciones del Orinoco y medio mundo—la ocurrencia parece ahora un gesto forzado de desarraigo no siempre exitoso, como advierte el arquitecto de verdes amores Felipe Delmont; dicen no obstante que en este caso algunas malangas por ejemplo adoraron el viaje desde Brasil—, Burle Marx ,el de los apellidos sugerentes ,habría estudiado condiciones climáticas, aprovechado las insinuaciones del desnivelado terreno y hecho exitoso trío con dos profesionales vinculados con el embeleso vegetal y cómo organizarlo: los paisajistas Fernando Tabbora, chileno, y Jhon Stoddart, un inglés que echó raíces aquí.


Equipo que embelleció solares de Caracas y el Caribe, desarrollan este proyecto esmeralda como un lugar balsámico. Como una atmósfera zen. Como el edén perdido y per sé añorado. Plantadas especies por afinidad de colores y contrastes de formas, espejos de agua y caminos asfaltados—los caminos de tierra apisonada sobre sustrato de piedras que evitan la creación de lodo habrían reforzado la vitalidad de la escena pero ¿acaso serían más costoso?— en función del sosiego no serían bienvenidos carruajes, bicis o patinetas. La realidad es que el parque concebido para ser mirado ha estado en la mira desde su concepción: por poco queda relegado al olvido y pospuesto hasta nunca dentro de indiferentes gavetas. Que se cumpla este 19 de enero 60 de su creación tiene que ver con la tenacidad del arquitecto Carlos Guinand Sandoz.


Tras la caída de Pérez Jiménez, el parque como plan tambaleó. La democracia pensó en que aquellos espacios podían ser aprovechados de otra manera, para la construcción de viviendas para personas de bajos recursos, por ejemplo. No habría sido mala idea, por supuesto, pero la ciudad que pretende deslastrarse de su encanto provinciano con la modernidad, el hormigón de fiesta y un tejido gris de avenidas y autopistas debía defender su pulmón vegetal como también los tantos otros ahora mismo abandonados o no construidos o invadidos. Con la ocurrencia de Guinand Sandoz que argumento que este podría ser el parque de la democracia —nada más democrático que el espacio público, nada más democrático que el lugar común del encuentro—,comenzó su ejecución.


El gobierno que inicia la democracia luego de la transición de la Junta que se hace cargo el 23 de enero de 1958 no solo decidió a favor del parque. El presidente Rómulo Betancourt se entusiasmó de tal manera que se hizo adicto a las obras y las visitaba con frecuencia, hasta la inauguración el 19 de enero de 1961. Aquellas 82 hectáreas quedaron por fin delineadas para recibir unos 6 mil visitantes mensuales, cifra que se triplicó con los años cuandoen los ochentas se hizo fiebre el trote. Siempre imán para los caraqueños, el idílico espacio flanqueado por el tránsito tendría asegurado el verdor con el agua de sus entrañas, acomodadas como surtidores; ahora mismo la decena de camiones cisterna parecen decir que sacan el agua pero para atender a la Caracas sedienta. Gratis o en dólares, los humanos somos los primeros. No los árboles.


Icónico problema del parque construido para el deleite contemplativo aquel del arribo del remedo del buque Leander, en honor a Francisco de Miranda que llega a Venezuela en 1806 con un buque idéntico y de exacto nombre —el de su hijo—, con la idea entre ceja y ceja de traernos y toparse con el deseo de independencia. Esta nave, regalo de España al país en tiempos del primer gobierno de Rafael Caldera, recaló a estas orillas inesperadas, acaso como entonces. Peor cuando a propósito de crear un ecosistema histórico, ahora en tiempos chavistas, se pensó en un parque temático heroico y en lo sucesivo tuvo lugar una serie de eventos desafortunados. Bajo su vientre comenzaron a hacerse excavaciones no de un metro para caminerías de tierra apisonada, no, fue una locura honda. Un movimiento de tierra descomunal y costosísimo fue aprobado para el diseño del tal museo.


Si angustió que la pared lisa se volviera mural como dice la devota del parque, la arquitecto María Eugenia Bacci—“el arte es bienvenido siempre, pero aquí se considera que la naturaleza es el arte”—o si se teme que los viveros no se den abasto a la hora de replantar las especies que perecerán, esta peripecia de montañas y montañas de tierra hizo que los tantos defensores del parque —como la arquitecta Raquel Scharffenorth—, pegaran el grito al cielo, cielo tan a mano. Acaso por eso el plan no fraguó. No se hizo el divertimento que bien podría estar en cualquier otro lugar para alivio de los habitues. Claro, pero el dinero invertido quedó resumido en una palabra: escándalo.


Belleza hipnótica, también ha sido caldo de cultivo de maravillas. Grupos de voluntarios han obrado milagros en el mantenimiento que había dejado de ser óptimo. Defensores de la causa ofrecen charlas y persisten es transmitir la memoria del sitio para que se sepa, milímetro a milímetro, qué especie floreció en tal flanco, bajo la sombra de cuál otra, o en qué esquina conviene reverenciar palmeras. La arquitecta y paisajista Diana Henríquez se ha dado a la tarea de inventariar el parque que conoce al dedillo y podría recorrer a ojos cerrados. Socia de Sttodart sostiene una relación amorosa y lingüística con las plantas. Las conoce y saluda una a una llamándolas no flamboyán o apamate sino por su nombre en latín.


María Eugenia Bacci también tiene clara las potencialidades del espacio que podría ocupar un lugar cimero en los sitiales del planeta, claro, pero habría que fajarse hasta verlo aflorar en todo su esplendor, confirmar que funciona el vivero de respaldo, que el verde es aquí doctrina. La arquitecta María Teresa Novoa, de Ave palmas, ha escrito con fe del parque. Charlista que cuenta las intimidades de la palma macho y la palma hembra, y de cómo se juntan con ganas, imagina que sí puede ser patrimonio. Pero ¿y quiere el país ganarse esa nominación? ¿Comprometerse? ¿No le hemos fallado a la Ciudad Universitaria?



Entretanto, en el restaurante de Las Corocoras, el menú que lideran las arepas está sazonado de tesón: María Eugenia Pisani y equipo organiza una serie de charlas virtuales—suman ocho—que buscan confirmarla pasión por el lugar común, desde ese punto de encuentro de los amantes del parque, donde, según la semana de restricciones o no, podemos ver en 3D a Solveig Hoogestein, directora del Trasnocho; Nelson Sánchez, el director del Museo Afroamericano; o a Rafael Arraíz Lucca, escritor que pontifica en la mesa contigua. A John Sttodart no, a él lo vemos en la Los Secaderos de la Trinidad donde ahora mismo una exposición sobre su vida en realidad cuenta la historia del Parque del Este. 





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