Descrédito de la clase política
Política 13/12/2019 07:00 am         


Por Armando Durán: En gran medida, la destitución de Calderón apenas pone al descubierto la punta de este sombrío y generalizado proceso de deformación ciudadana en Venezuela



Armando Durán

¿Qué le espera a Venezuela después de la tormenta que estos días la azota con acritud sin precedentes?

Todo comenzó el martes 26 de noviembre de 2019, con la imprevista destitución de Humberto Calderón Berti como embajador de Juan Guaidó ante el gobierno de Colombia. Una decisión ejecutiva perfectamente normal en circunstancias ordinarias, pero que lamentablemente, en medio de la actual y generalizada crisis que arrasa al país, por culpa del procedimiento empleado y del contexto político en que se produjo, la han convertido en un acto cuyos efectos pueden resultar devastadores. Tanto para Guaidó, cuyo liderazgo atraviesa el peor momento de su breve historia, como para las fuerzas opositoras al régimen chavista, cada día más descompuestas y fraccionadas, y por lo tanto para Venezuela como nación en busca de un destino mejor.

En este punto me parece oportuno destacar que Calderón Berti no es un embajador accidental. Exministro de Energía y Minas, expresidente de la poderosa empresa estatal Petróleos de Venezuela, excanciller de la República y ex precandidato presidencial del partido demócrata-cristiano COPEI, por razones políticas desde hace años reside en Colombia, donde se ha destacado como exitoso empresario petrolero. Por eso fue un candidato impecable para ocuparse de las relaciones de la Venezuela democrática con uno de los gobiernos más cercanos a Guaidó. De ahí que su despido, inusualmente abrupto, que además se le comunicó en una groseramente escueta notificación donde solo se le informa que “hemos decidido nombrar otro embajador”, sin que mediara conversación alguna entre el afectado y el presidente interino de Venezuela, y sin que se diera una explicación oficial de las razones que motivaron su inesperado despido, a la fuerza tenía que provocar un gran impacto en la opinión pública venezolana. Mucho más cuando en una extensa carta abierta dirigida a Guaidó, el destituido embajador ofreció su versión, muy pormenorizada, por cierto, de lo ocurrido.

En las tres cuartillas y media de esa correspondencia, fechada el jueves 28 de noviembre y divulgada en las redes sociales el domingo, Calderón reiteró la denuncia que había presentado ante la Fiscalía General de Colombia sobre el presunto “manejo indebido de los recursos destinados a atender” las necesidades de un contingente de 184 efectivos militares y sus familias que habían llegado a Cúcuta en febrero respondiendo al llamado de Guaidó a los miembros de la Fuerza Armada venezolana de abandonar la dictadura y sumarse a la causa de la restauración de la democracia en Venezuela. Semanas después, ante el reclamo de hoteles y restaurantes de la ciudad por cuentas pendientes, y diversas informaciones de las autoridades colombianas, Calderón ordenó una auditoría cuyos resultados remitió, el 19 de junio a Guaidó, a Leopoldo López y a Julio Borges, “ministro” de Relaciones Exteriores del gobierno interino de Guaidó.

Según sugiere Calderón en su carta, esta auditoría fue la verdadera causa de su despido. En todo caso, desde ese momento, su comunicación con Guaidó y con Leopoldo López, jefe político de Voluntad Popular, el partido de Guaidó, “no existe”. De ahí que ahora insta a Guaidó “a decir qué pasó con la ayuda humanitaria en Cúcuta”, aunque advirtió que “no es culpa de Guaido”, sino de otros, razón por la cual también le recomendó “revisar muy bien su entorno y actuar sin tutelaje de nadie”, refiriéndose por supuesto a su círculo más cercano de colaboradores y a Leopoldo López, quien desde el fallido llamado de ambos a la sublevación cívico-militar el pasado 30 de abril, ha asumido poderes y un protagonismo que en realidad le corresponden a Guaidó.

Por último, Calderón expresa en la carta su rechazo a la posición adoptada por Guaidó en favor de negociaciones con el régimen iniciadas el 15 de mayo en Oslo para acordar la celebración de elecciones, ostensiblemente al margen del Estatuto de la Transición, que como todos sabemos fue aprobado con fuerza de ley en febrero por la Asamblea Nacional, y en cuyo texto los legisladores que ahora hablan de elecciones condicionan la convocatoria a cualquier evento electoral al cese previo de la usurpación de la Presidencia de la República y a la conformación de un gobierno provisional.

El 23 de enero, al juramentarse como presidente interino de la República de acuerdo con el artículo 233 de la Constitución Nacional, Guaidó se comprometió a traer a Venezuela 30 días después, “sí, o sí”, enfatizó sin pensarlo mucho, la ayuda humanitaria que desde hacía meses depositaba la comunidad internacional en la fronteriza ciudad colombiana de Cúcuta. Promesa desde todo punto de vista imposible de cumplir, porque si bien contaba Guaidó con amplísimo apoyo ciudadano y con el reconocimiento de los gobiernos democráticos de las dos Américas y Europa, carecía de recursos y medios suficientes y necesarios para abrirle paso en la frontera con Venezuela, “sí, o sí”, es decir, contra viento y marea, a la caravana de camiones cargados con centenares de toneladas de alimentos y medicinas.

Al fracaso de la operación se le añadió ese mismo 23 de febrero un escándalo monumental, al saberse que uno de los hombres de mayor confianza de Guaidó, el diputado Freddy Superlano, presidente de la Comisión de Contraloría de la Asamblea Nacional, y un primo suyo que lo asistía en las tareas de la operación habían ingresados de urgencia en un hospital de Cúcuta. En un primer momento el equipo de Guaidó informó que se trataba de un atentado, pero enseguida la policía colombiana aclaró que en realidad los dos hombres, en lugar de cumplir sus funciones en la llamada Operación Libertad, habían ido la noche anterior en un burdel de la ciudad, donde fueron envenenados con grandes dosis de burundanga por un par de prostitutas con la finalidad de robarlos. Superlano logró recuperarse de la intoxicación, pero su primo murió sin recobrar el conocimiento.

Guaidó y Superlano regresaron a Caracas y el tema se diluyó, tal como suele ocurrir en la Venezuela actual, pero ahora, con la destitución de Calderón, el escándalo recuperó de pronto toda su perturbadora actualidad. Sobre todo porque en rueda de prensa ofrecida en Bogotá, Calderón además insistió en el espinoso tema de la corrupción en el seno de la oposición, al dar cuenta de que en los días siguientes al fiasco de Cúcuta un grupo de trabajo designado por Guaidó para cubrir los gastos de esos refugiados militares, manejó recursos que “yo nunca supe de dónde venían, que nunca supe cuánto fue ni en qué se gastaron y que hasta el día de hoy nunca he sabido cómo se gastaron.” Para completar este cuadro de oscuras prácticas administrativas, Calderón dijo que las autoridades colombianas le habían mostrado documentos de inteligencia que registraban conversaciones de miembros de ese equipo de trabajo en las que se hablaba “de licores, de prostitutas y de mal manejo de los fondos.” Razón por la cual ordenó la realización inmediata de una auditoría exhaustiva, origen insinuado por Calderón de su defenestración. Como resumen de estos señalamientos, Calderón concluyó su alegato con una afirmación inquietante: “A los representantes del gobierno del presidente Guaidó nos están engañando.” ¿Quién? El propio Guaidó y/o los miembros de su gobierno.

Dos días después de esta asombrosa rueda de prensa de Calderón, mientras los venezolanos leían en las redes sociales su carta a Guaidó, en su edición del domingo 2 de diciembre el portal digital venezolano ArmandoInfo, que se edita fuera del país para eludir el acoso y la persecución del régimen, denunciaba que ocho diputados de oposición, la mayoría de ellos miembros de la Comisión de Contraloría de la Asamblea Nacional que preside precisamente el diputado Freddy Superlano, eran responsables de una extensa trama de corrupción en la Asamblea Nacional, cuyos desafueros incluyen la exoneración de toda culpa a varias empresas vinculadas, nada más y nada menos, a los negocios del colombiano Alex Saab, supuesto testaferro de Nicolás Maduro en multi- billonarias operaciones de malversación y limpieza de capitales, delitos de corrupción por los que Estados Unidos y la Unión Europea lo habían incluido en todas sus listas negras.

El escándalo fue de tales proporciones, que Voluntad Popular divulgó un comunicado “ante las denuncias de corrupción publicadas por el portal ArmandoInfo”, en cuyo texto se fija la posición oficial del partido, y anuncian estar comprometidos a fondo en la lucha contra la corrupción. En función de ello anunciaban medidas concretas para combatirla, comenzando por la remoción de Superlano y otros diputados miembros de la comisión de Contraloría, y la designación de una comisión parlamentaria, presidida por los dos vice presidentes de Guaidó, Edgar Zambrano y Stalin González, para investigar el caso y determinar las responsabilidades de “las personas involucradas en la acusación.” Una comisión que los observadores imparciales observan con preocupación, porque cómo es posible que los presuntos culpables sean investigados por ellos mismos u otros parecidos.

A semanas de la controversial destitución de Calderón Berti, la opinión pública venezolana y las redes sociales concentran su atención en algo que ya nadie niega. La corrupción, como causa y expresión cabal del disparate en que se ha convertido el régimen chavista, no es en absoluto, como se pensaba, ajena a las actividades y funcionamiento de buena parte de la oposición. El ascenso de Hugo Chávez al poder por la vía electoral fue el resultado del descrédito creciente de los dos partidos que desde el fin de la dictadura y la restauración de la democracia el 23 de enero de 1958, el social demócrata Acción Democrática y el demócrata-cristiano COPEI, habían compartido la responsabilidad de gobernar el país. En esos 40 años de desarrollo político y económico, quizá por el agotamiento de sus mecanismos y el inmenso incremento de los ingresos fiscales de la nación, los muy definidos compromisos ideológicos de los primeros tiempos, fueron progresivamente sustituidos por las infinitas posibilidades de negocios y de enriquecimiento rápido y compartido a la sombra del poder político. Sin duda, en esta deriva tuvo mucho que ver la sustitución del equilibrio del terror de la Guerra Fría por el imperio del neoliberalismo y la globalización a partir del derrumbe del muro de Berlín y la desintegración de la antigua Unión Soviética, pero sin la menor duda también en Venezuela se produjo un fenómeno inaudito, folkróricamente conocido por la frase “´ta barato, dame dos”, máxima expresión del consumismo criollo: el éxito en esta tierra es de quienes despojados de todo lastre ideológico emprenden el camino de la política solo como un medio para conquistar algo de poder como sea y hacer buenos, muy buenos negocios, sin tener en cuenta para nada inservibles pudores y valores éticos de antaño.

En gran medida, la destitución de Calderón apenas pone al descubierto la punta de este sombrío y generalizado proceso de deformación ciudadana en Venezuela. Y de un régimen, el chavista, producto del descrédito que destruyó a la clase política venezolana en los años ochenta y noventa del siglo pasado, y que desde la elección de Chávez hace 21 años ha marcado los pasos de la muy mal llamada “revolución bolivariana” y de la también muy mal llamada oposición a la dictadura, por ahora, de Nicolás Maduro. A pesar de saber el peligro que se corre al sacar conclusiones apresuradas, pienso que a eso se reduce el crudo presente y el incierto futuro del país si estas desnudeces que comienzan ahora a hacerse visibles y palpables no estimulan la imaginación de algunos espíritus audaces resueltos por fin a poner patas arriba una nación llamada Venezuela. Una encrucijada a la que debemos acudir con optimismo, porque ningún riesgo que se corra será mayor que echarle mano a la resignación y a más de lo mismo.


Tomado de América 2.1







VISITA NUESTRAS REDES SOCIALES
© 2024 EnElTapete.com Derechos Reservados