El Carro de Batman
Vida 17/05/2020 07:00 am         


Cuando Caracas era una ciudad en expansión, no faltaban los terrenos vacíos que luego tendrían edificaciones inmensas, y en el interín eran aprovechados para realizar en ellos actividades de diversión



Por Mirco Ferri

No sé si es mera nostalgia, pero tengo la sensación de que, en mi infancia y juventud, Caracas era una ciudad bastante más divertida de lo que es hoy en día. A diferencia de lo que ocurre actualmente, había muchas cosas que hacer, sin necesidad de acudir a un centro comercial, o a un restaurant, en busca de solaz. A partir de los años 50, Caracas asumió su estatus de "ciudad moderna", con todo lo que esa denominación implicaba, y la esfera de la diversión no escapó de ello. Algunas de las cosas que describiré más adelante todavía subsisten, pero son una ínfima minoría; apenas un pálido vestigio del pasado.

En primera instancia, recuerdo muchas actividades relacionadas con la mecánica: en El Rosal, para los más pequeños, había un lugar dotado de unos go karts en miniatura, denominados "babycarts", que permitían a los párvulos conducir por una rudimentaria pista a velocidad de tortuga moribunda, custodiados por unos padres atentos a que no ocurriera algún accidente. Por supuesto, no faltaban los parques de diversiones. Sobre el decano de ellos, el Coney Island, no guardo recuerdos. Si me llevaron alguna vez, fue en condición de lactante, pues cerró sus puertas muy temprano, en los 60. Pero sí recuerdo de manera vívida a Chicolandia, por los lados de Boleíta, que lo recibía a uno con un estanque en donde daban vueltas unas lanchitas sujetas a un eje, y contaba con una zona de camas elásticas que permitían a los más osados realizar piruetas acrobáticas (yo me contentaba con saltar y caer de espaldas, era lo máximo que me permitían mis cualidades gimnásticas), y también al célebre Parque El Conde, del cual recuerdo una pista de autos de carrera que los usuarios más salvajes confundían con carritos chocones, y embestían con furia por detrás a los demás pilotos —uno de esos encontronazos provocó que mis lentes salieran volando— y la centrífuga, que ponía a prueba el sistema digestivo de quienes se montaran en ella. Y, claro está, la gran montaña rusa, la mayor que se hubiese erigido alguna vez en el valle capitalino. "El ciclón", o alguna variante de ese apelativo, era el nombre por el cual se le conocía.

Al final de los 60, aprovechando el furor despertado por la carrera espacial entre americanos y rusos, algún empresario con visión futurista montó en Las Mercedes, detrás de la bomba de gasolina al comienzo de la Avenida Principal, una atracción que denominó con mucha pompa "El súper tobogán del espacio". Un armatoste de unos 15 metros de altura, compuesto por láminas curvadas de latón pintadas de colores vivos, que contaba con una docena de pistas para que igual número de muchachos se lanzaran a la vez en procura de alcanzar la máxima velocidad, embutidos en unos sacos de arpilla. Los más arriesgados, contraviniendo las normas expresas, se tiraban de cabeza, en una especie de plungeon de unos 20 o 30 segundos, que era lo que recuerdo duraba el trayecto. Por supuesto, uno se tardaba muchísimo más tiempo subiendo las escaleras que llevaban a la "zona de lanzamiento" (nótese la nomenclatura alusiva), y llegaba con la lengua afuera pero presa de la excitación por el recorrido vertiginoso que lo esperaba.

Como Caracas era una ciudad en expansión, no faltaban los terrenos vacíos que posteriormente serían ocupados por edificaciones inmensas, y en el interín eran aprovechados para realizar en ellos actividades lúdicas. Tengo presentes dos ejemplos: en lo que hoy en día es Plaza Las Américas, todos los domingos se reunían personas aficionadas al aeromodelismo para volar sus modelos de aviones a escala, telecomandados por aparatos de radio (esa actividad, más tarde, se mudó al valle de Sartenejas). Y en el espacio que ocupa el Centro Banaven, mejor conocido como Cubo Negro, existía una pista de karting, en la cual, mediante un modesto pago, los muchachos podían quemar sus ansias por conducir un vehículo. Otra actividad que aunaba el entretenimiento a la tecnología era el Bowling. Pasatiempo por excelencia durante el período vacacional, permitía transcurrir las tardes en encarnizadas competencias, procurando mejorar la puntuación en cada partida. Y fascinante por todo el aparataje que involucraba. Era como estar metidos en una película de ciencia ficción, en la cual uno no era espectador sino protagonista.

Incluso el tema gastronómico podía ser divertido, en esa Caracas de los 60 y 70. Para ilustrar ese punto hablaré de dos restaurantes "temáticos", ambos, casualmente, situados en El Rosal: "La trucha", sitio en donde hoy se encuentra la sede de 3M, frente al edificio de la Bolsa de Caracas, en el cual los comensales pescaban los especímenes que iban a comer posteriormente, usando para ello unas redes que sumergían en los estanques en donde nadaban, ignaras de su cruel destino, unas gordas truchas. Y la celebérrima "Super 8 Pizzelandia"  —cuya ubicación ahora me es esquiva, dado el inmenso cambio que sufrió la urbanización, pero quedaba aproximadamente al sur de la misma— que pasaba películas en formato Super 8 al aire libre, mientras los clientes consumían unas riquísimas pizzas. De las películas recuerdo poco, salvo que se trataba de cine mudo o comiquitas "looney tunes". Pero sí guardo en la memoria con gran fidelidad la pizza de cebollas con queso roquefort, una combinación deliciosa.

Hasta uno de los deportes llamados "de invierno" podía practicarse en esta ciudad enclavada en el trópico. Me refiero al patinaje sobre hielo. Tanto en las alturas del Ávila —a las cuales se accedía cómodamente mediante un teleférico que permitía el tránsito de sólo dos vagones de manera simultánea, uno subiendo y el otro bajando, y que cuando se encontraban a mitad del recorrido se detenían, según contaban los entendidos para "estabilizarse" como en pleno centro de la ciudad (en un lugar que fue bautizado con el sugestivo nombre de "Mucubají", que tenía el poder de transportar mentalmente a los parajes andinos), los caraqueños podían desempeñar esa actividad, provistos de patines especiales, que en lugar de ruedas tenían una hoja de acero, y permitían efectuar armoniosas circunvalaciones sobre la helada superficie de la pista. Los que sabían hacerlo, claro. Al resto de los mortales, nos tocaba proceder con cautela, para evitar caídas que de todas maneras llegaban puntuales, para el regocijo de la asistencia. Hoy en día se sube al Ávila mediante un modernísimo sistema funicular, pero no sé si la pista de hielo sigue operativa.

Hablando de pistas de patinaje, en el Centro Comercial Chacaíto hubo una para patines de ruedas. De piso de madera, pulido con esmero para que los patinadores rodaran con la menor fricción posible. Creo recordar que se debía utilizar unos patines que se alquilaban en la misma pista, de esos tipo botín, pero no puedo asegurarlo. Esta pista no duró mucho tiempo; estaba ubicada en donde luego tuvo su sede el Teatro Chacaíto.

Algo que floreció en los 60 fue el comercio de mercancía destinada al asombro y la chanza. Me refiero a las tiendas de novedades, que tuvieron como decana la famosa “Casa Mágica”, que estuvo situada en Chacao por un par de décadas, antes de mudarse a su sede actual en Sabana Grande. Lugar a visitar antes de alguna fiesta, para apertrecharse con cigarrillos explosivos, chicles picantes, excrementos de papel maché, cubitos de hielo con mosca adentro, jabón sangrante, y demás artilugios para tomarle el pelo a los demás. Hubo otros negocios por el estilo, pero más orientados al regalo original, como “El Acento” y el inolvidable “Le Drugstore”, una especie de mini mall dedicado a la diversión. Desde la entrada, en donde varios quioscos ofrecían la más variopinta mercancía, de la que ahora destaco las franelas impresas al momento, el puesto de tarjetas para cualquier ocasión y el de revistas (en donde solía comprar las Mad, y me familiaricé con el humor norteamericano), hasta el área de restaurant, todo giraba alrededor del concepto de “pasarla bien”. Estos dos últimos comercios también estaban en el CC Chacaíto.

No puedo dejar por fuera esos lugares especiales que cumplían múltiples funciones, tanto como espacios de esparcimiento familiar como sitio de desahogo de las pasiones carnales de las parejas que no contaban con casa propia, y no querían irse a algún hotelito. Me refiero a los autocines, en donde la gente, si lo deseaba, podía ir en piyama, con un buen bastimento de chucherías, y ver (o no) la película, en una inmensa pantalla, no sin antes haber colocado en la puerta del piloto el gran parlante gris, de metal pesado, que estaba colgado de un tubo al lado de cada puesto. Ya en las etapas finales de los autocines se estilaba que el audio de la película se transmitiera vía señal de radio FM, lo que mejoraba notablemente la experiencia si uno disponía de un equipo de sonido decente en su vehículo.

Con relativa frecuencia, se montaban exposiciones de la más variada índole en la Zona Rental de Plaza Venezuela. Recuerdo con bastante detalle algunas de ellas: la primera, cuando tenía yo si acaso unos siete u ocho años, tenía como motivo el desarrollo industrial italiano, y estaba cundida de máquinas para moldear plástico, entre otras cosas. En cada stand uno recaudaba algún souvenir. Y en la entrada había unas 5 o 6 bicimotos Ciao, de la Piaggio, montadas sobre unos caballetes, y permitían que las personas montaran sobre ellas, las encendieran y las probaran en un test drive estático pero, para mí, sumamente divertido. La otra fue montada por el Cuerpo Técnico de Polícia Judicial, y su temática era la criminalística. Fue, según recuerdo, a finales de los 70. Tal vez 76 o 77. Allí vi varias cosas que me asombraron: una momia inca; la cabeza de un criminal, guardada en un gran frasco de formol; unos zapatos, cuyo tacón se había convertido en caleta para sustancias ilícitas; unas salas donde se recreaban crímenes famosos ocurridos en el país; máquinas para efectuar pruebas de balística, y una gran exhibición de armas.

Continuando con la tradición expositora de ese lugar, me cuentan (no había nacido) que en los 50 o principios de los 60 hubo una feria, en donde la principal atracción fue el hombre volador: una persona dotada de un jet pack realizaba circunvalaciones en el cielo caraqueño. Pero ese no era el único lugar que montaba exhibiciones: la sede de Pro Venezuela, en La Gran Avenida, también albergaba de tanto en tanto algunas ferias. De ellas recuerdo una dedicada a artefactos electrónicos, en la incipiente electrónica del momento. Si le hago caso a mi memoria, era una exhibición de osciloscopios, que mostraban en una pequeña pantalla las oscilaciones de onda provocadas por dichos aparatos.

Y cierro este paseo por la nostalgia con un recuerdo de infancia, un sueño no cumplido: en Chacaíto se exhibió una réplica del Batimóvil; supongo que sería a finales de los 60, aprovechando el furor que logró la serie del murciélago encapuchado y su fiel escudero en la audiencia venezolana. Por alguna extraña razón mi madre se negó rotundamente a que me llevaran. Al sol de hoy desconozco cuál sería su motivación, aunque sospecho que tuvo que ver con su germofobia.








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