Los rincones de la isla negra
Vida 02/04/2019 05:00 am         


Por Marcelo Simonetti: El mar de Neruda



Marcelo Simonetti

Frente al Pacífico, en la casa que atesoró sus recuerdos y nostalgias el poeta sigue dando vueltas, como en un eterno monólogo
Las reglas de la naturaleza lo dieron por muerto el 23 de septiembre de 1973. Sin embargo, hay quienes aseguran que el ave de rapiña que sobrevoló su casa de Santiago, era él cumpliendo su deseo de reencarnarse en águila. Otros dicen haberlo visto echando humo por su pipa y cruzando las puertas de vidrio de colores en su casa de Isla Negra. Los demás creen que está ahí, frente al mar, enreverado en sus caracolas, en sus mascarones, en sus botellas, mapamundi y escarabajos; en sus relojes de sol, mariposas, catalejos, barquitos y calientapiés. Quienes se han adentrado por los corredores de su última residencia, pueden dar fe de ello.

Aquella casa, la de Isla Negra, comprada por Neruda en 1939, hecha y rehecha al arbitrio de la imaginación de su dueño, está consagrada a preservar la imagen del premio Nóbel de Literatura, a mantenerlo como un alma en pena. La Fundación Pablo Neruda lleva décadas ejecutando ese propósito, mostrando la casa tal cual fue dejada por el vate antes de ir al encuentro con la muerte. Desde 1990 han sido varios miles los que se han enterado de las historias que encierra esa residencia. Los que han sabido de las lágrimas de María Celeste, el más preciado de los mascarones nerudianos, que en invierno, y al calor de la chimenea, suelta lágrimas de sus ojos de vidrio; o de la Guillermina, otro mascarón, que muestra sus pechos sin pudor alguno y que a él, al poeta, le evoca a esa niña de quince años que lo deslumbró un día de su infancia, o esa otra historia del madero que se balanceaba arriba de las olas, a pocos metros de la arena, y que Neruda, al descubrirlo con su catalejo, dijo “ahí viene mi escritorio”.

Son las historias conocidas, las que la gente ve con sus propios ojos al pasar de una habitación a otra en la residencia nerudiana. Sin embargo, hay lugares en los que el celo es mayor, allí donde ni las miradas ni los pasos de los visitantes alcanzan a llegar. Son los espacios más íntimos del poeta, en donde han quedado sus borracheras, sus amaneceres: el bar; el dormitorio que compartió con Delia del Carril, La Hormiguita; el primer escritorio, en donde escribió “Alturas de Macchu Picchu”; la bodega de vinos que hoy está destinada a cualquier cosa. Es en esos lugares en donde el fantasma de Neruda aparece con mayor fuerza, donde se puede oír su sonsonete nasal y se puede ver su talle de oso, descorchando alguna botella o leyendo a Whitman.

LA VUELTA A LA INFANCIA

Y es que sin duda es en la casa de Isla Negra donde el espíritu de Neruda pervive de forma más pura, donde el niño que siempre fue aflora en su magnitud más envidiable, como para paliar una infancia que supo más de carencias que de cualquier otra cosa. Cuando vivía en Temuco, el sueldo que su padre ganaba como ferroviario no le alcanzaba para llenar de regalos al pequeño Ricardo Eliecer Neftalí Reyes Basoalto, que con tal nombre fue inscrito en el Registro Civil y en esas circunstancias sus juguetes favoritos pasaron a ser la piña del pino, los insectos que atrapaba por las tardes, algún trozo de madera.

No es difícil explicar entonces sus múltiples colecciones, los barquitos que Carlos Hollander le embotellaba, barcos famosos que venían de Hamburgo, de Salem; los mascarones que compraba en los desguazaderos de Valparaíso o en las ferias de las Pulgas de Francia; los colibríes, las caracolas. Hay una remisión constante a la infancia, a las imágenes que lo deslumbraron de niño, por eso persigue por años el caballo de papel maché, tamaño natural, que adorna una talabartería francesa en Temuco o la bota que publicitaba a una zapatería en las faldas de Ñielol y que solo consigue a cambio de un poema inédito.

Él mismo lo dice en sus memorias: “En mi casa he reunido juguetes pequeños y grandes, sin los cuales no podría vivir. El niño que no juega no es niño, pero el hombre que no juega perdió para siempre al niño que vivía en él y que le hará mucha falta. He edificado mi casa también como un juguete y juego en ella de la mañana a la noche”.

Allí también redime sus días de poeta pobre, cuando el hambre lo esperaba a la vuelta de la esquina y emborracharse era la mejor forma para olvidarse de ese presente que le punzaba el estómago. “No estoy en edad de no comer todos los días”, le escribía en esos tiempos a su hermana Laura. El mundo suyo estaba circunscrito a una presión gris, con olor a gas, de la calle Maruri. Neruda era hambre, carencia y patota poética a la que se sumaban Tomás Lago y Orlando Oyarzún. Fue Orlando quien dijo, en esos días de perro, según escribe Volodia Teitelboim en uno de sus libros: “Muchachos, no se preocupen. Esto va a cambiar. Tengo el pálpito”.

Y claro que cambió. Algunas décadas después, Pablo Neruda aprovechaba pretextos tales como su cumpleaños, el 18 de septiembre o la llegada de un mascarón, para celebrar, a la vera del mar, banquetes de mesa larga y menúes surrealistas: humitas y antihumitas, sublime cochayuyo, hemisferios de tomate, empanadas elementales, asado por la pucha, cazuela nacional, pollo puro Chile. Antes y después del almuerzo se beberían diversos sputniks. Por eso no hay lugar donde Neruda se haya sentido más a gusto que en el bar. Allí el niño feliz que hace bromas a sus invitados y el sibarita emergen sin cortapisas.

EL BAR Y LOS AMIGOS QUE NO ESTÁN

Habría que entrar a este lugar santiguándose o llevando la rodilla al suelo en señal de respeto. Hay mucho brindis que todavía resuena, mucha carcajada revotando en las paredes, mucho Neruda pintándose un falso bigote con un corcho quemado para recibir a su cofradía. El bar es un verdadero santuario en Isla Negra. Es cierto que a veces él prefería subir al bote que tenía enterrado en el jardín y beber allí con sus amigos, imaginando que lo hacía en altamar, en la mitad de una tormenta. Pero era ese bar, que si uno mira desde dentro parece estar a punto de desbarrancarse hacia el Pacífico, en donde la tertulia y las borracheras cobraban otra dimensión.

Neruda pensaba que era un sitio indicado para registrar su recuerdo, junto a las botellas coloreadas, a los caldos y piscos del país, a los vinos navegados, para que los sobrevivientes, instalados ante las pequeñas mesas redondas, como en un café, pudieran beber, conversar y tal vez, en algún momento, fijar su mirada en los nombres inscritos en la dura madera y acaso evocarlos fugazmente recuerda Teitelboim.

Allí no solo estaba el niño juguetón ni el hedonista, también el amigo de sus amigos, incluso de los que ya habían partido. En las vigas que sostenían el techo hizo tallar sus nombres. Cuando uno de ellos se moría, él escribía con tiza Cifuentes o Paul Eluard, y Rafita, el maestro carpintero que lo acompañó de por vida, apuraba el punzón y hacía surcos en la madera, siguiendo el trazo manuscrito del vate.

No los escribí en la techumbre por grandiosos, sino por compañeros dijo Neruda. Rojas Giménez, el trashumante, el nocturno, traspasado por los adioses, muerto de alegría, palomero, loco de la sombra; Joaquín Cifuentes, cuyos tercetos rodaban como piedras del río. Federico, quien me hacía reír como nadie y que nos enlutó a todos por un siglo; Paul Eluard, cuyos ojos color nomeolvides me parece que siguen celestes y que guardan su fuerza azul bajo la tierra…

La idea del barco, presente en toda la casa, también está ahí. Las sillas y las mesas pertenecieron a un barco español de la línea Ibarra que Neruda compró en Valparaíso. Sobre las mesas hay vasos de cuero para jugar al cacho y un plato que tiene un huevo frito y dos vienesas de plástico con el que Neruda les gastaba bromas a sus invitados. La repisa que está tras la barra tiene botellas de colores y unos frascos en los que se lee algarrobilla, cascarilla entera y molida, extracto de campeche, chuño, raíz colombo, semilla de linaza. Las paredes tienen cuadros de naufragios y hay citas del estilo de “Respete y será respetado. El vocabulario retrata a las personas. No diga groserías”.

Con un poco de esfuerzo, se logra ver borrosamente a Neruda del otro lado de la barra, esa zona del bar que solo él podía ocupar, mezclando líquidos, vaciando el coñac, el pisco y el whisky a una sola copa, preparando lo que él llamaba coquetelón, brebaje que, invariablemente, dejaba out a más de uno.





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