María Bonita
Vida 23/04/2021 08:00 am         


María de los Ángeles Guereña conocida e inmortalizada como María Félix llena la etapa más importante del cine mexicano, coincidencialmente nació el 08 de abril de 1914 y falleció el mismo día del 2002



Entre sus amores destaca su relación con el compositor y pianista Agustín Lara


Quería sacudirse el agobio vespertino, la sensación imprecisa que deja algunas veces el final de la jornada. Pancho Salazar puso llave al escritorio y salió a buscar otros aires. Caminó por la acera izquierda en dirección al sur y ya los automóviles iniciaban un monótono concierto de cornetas sobre La Reforma. Midió unos pasos y se detuvo frente a la puerta del cine Alborada, y como siempre le dio un vistazo a la cartelera y sus ojos se entretuvieron en las carnes subyugantes de la bailarina. Cada vez que la veía en las portadas de las revistas María Antonieta Pons le parecía un portento de lujuria. Todavía era temprano para la primera función y decidió caminar unos pasos más. Llegó a la puerta del hotel América y empujó la estructura giratoria de cristal, atravesó el lobby y al fondo abrió la puerta de la derecha. La sala estaba semillena, en las esquinas las butacas y los sofás de cuero marrón, al fondo el podio del pianista y en el centro la pista circular de madera pulida. Por momentos recordó el ballroom del Sevilla Biltmore de La Habana. En dirección a la puerta estaba el bar y fijó la mirada en una silla al final de la barra. Desde allí tenía una precisa composición del lugar y dominaba el lobby y los ascensores y con media vuelta a la izquierda le daba el frente al pianista, un hombre pequeño, de mejillas hundidas y cabellos amansados por la gomina. Cuando terminaba de tocar y cantar se ajustaba la pajarita y estallaban los aplausos, “con mucho gusto para cerrar este set voy a interpretar una de las canciones que ustedes más me piden” y una explosión de gritos cubría la sala, y desde la barra era imposible oír el piano y menos aún la voz de suyo pálida del pianista.

Había que confundirse entonces con el coro femenino que repetía que las rondas no son buenas, que hacen daño y dan pena. El pianista ya de pie, abría los brazos con la euforia de un torero que recién acaba de fulminar la bestia, solía sacar un pañuelo blanco del bolsillo izquierdo para aliviar su impaciencia pulmonar y caminaba hacia la barra siempre escoltado por amigas y tomaba asiento. Esa tarde Pancho miraba en círculo y prestaba atención a los movimientos nerviosos de los camareros que atendían las órdenes del capitán y colocaban en el ascensor varias maletas y portatrajes como en una mudanza. Algunas parejas bailaban en el centro de la pista mientras el pianista platicaba con sus amigas palabras de amor. Su voz era como un quejido ronco y lejano, la flecha de una cicatriz le cruzaba el lado derecho de la cara y una tos amenazaba con desajustar la armadura de su cuerpo. En un descuido, con discreción, un mesonero le puso en las manos lo que parecía una tarjeta, El pianista se la llevó al bolsillo derecho del smoking mientras acercaba sus labios a los oídos de una bella amiga rubia. Luego apuró el coñac y con disimulo sacó el misterioso papel, lo leyó y en un instante un estremecimiento desplomó sus sentido, el cigarrillo se desprendió de los labios, la pajarita cedió ante el naufragio del tórax y sus ojos giraban perdidos sin encontrar el punto de equilibrio de la mirada y ya el rostro cobraba un color amarillento como si una succionadora hubiera extraído hasta la última gota de su sangre. Las amigas se miraban nerviosas, se tapaban la boca con asombro, le acariciaban el rostro y le daban palmadas con fuerza. El barman atareado le sirvió un vaso con agua de azúcar y segundos después comenzó a recobrar el aplomo y pronto parecía un hombre de carne y hueso, tomó la tarjeta, la estrujó y la lanzó con furia contra el piso. Se consintió la pajarita, pasó suavemente las manos por los cabellos brillantes y plateados, hizo un gesto enérgico de reposición anímica y se levantó para reiniciar la actuación. Escoltado por dos amigas caminó hacia el podio y al oír los aplausos su cuerpo de nuevo conoció la gloria. Pancho terminaba su segundo trago de brandy, atendía a la hora de su reloj, dejó cancelada la cuenta con su propina y forzó por salir de su puesto recostado a la pared. Caminó unos pasos, vio alrededor, bajó la mirada con disimulo y allí estaba la tarjeta humillada por las pisadas. Con la agilidad famosa de Chico Carrasquel se la llevó al bolsillo izquierdo y antes de abandonar el hotel, en sus oídos rebotaron las notas del piano, tararararán, tarán, tarán, tararararán...... Permaneció unos segundos en la puerta del hotel para trazar el plan de regreso, hacía un frío mucho más fuerte que el habitual en esta época del año, los automóviles formaban lentas colas y sus luces pavimentaban la avenida, y a lo lejos divisó la espada luminosa de San Juan de Letrán. Pensó que todavía era hora de llegar caminando hasta el apartamento y avanzó hacia el norte. En la esquina siguiente dudó si cruzar a la derecha para tomarse el trago del estribo en el bar de La Bandida o recogerse temprano para la segunda revisión de los periódicos del día. Antes de cruzar la calle, tentado por la curiosidad, se colocó las gafas, metió la mano en el bolsillo y desestrujó pacientemente la tarjeta. La reacción inicial fue de asombro, pero después fue poseído por ese sentimiento entre pérfido y culpable de saberse confidente involuntario de los secretos ajenos. Pancho Salazar sonrió, cuando releyó escrito en una cuidadosa caligrafía femenina: “Agustín, acuérdate de Acapulco. María”.


Agustín Lara - María Bonita - YouTube








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