Maricela vs el diablo suelto
Vida 01/11/2019 12:13 pm         


Por Eleazar López-Contreras: La tardía aparición del nacionalismo musical académico en Venezuela impidió que se estructurara un medio de soporte y enlace oportuno de lo folklórico con lo popular



Eleazar López-Contreras

La tardía aparición del nacionalismo musical académico en Venezuela, impidió que se estructurara un medio que sirviera de soporte y enlace oportuno de lo folklórico con lo popular; pero esto lo hicieron posible los pianistas. Este proceso formal se había iniciado en otros países cuando sus principales músicos, apoyados en sus escritores, hurgaron en lo nacional. Rómulo Gallegos no soñaba en nacer cuando en la Argentina se destacaba la vida gauchesca en Martín Fierro (1872), si bien, a partir de 1830 ya la pampa era fuente de inspiración para las canciones populares argentinas.

El criollismo literario venezolano comenzó en 1890 con la novela Peonía de Vicente Emilio Romero García; pero, en lo musical, una Venezuela bélica y política todavía fijaba los ojos en modelos europeos. Apenas fue en los años veinte cuando se inició un movimiento académico musical que comenzaría a hurgar en las fuentes locales.

La visita de una coral ucraniana a Caracas en 1927, indujo a un grupo de músicos (Sojo, Calcaño, Plaza, etc.) a salir a cantar en la calle durante los carnavales, disfrazados de ucranianos. De allí surgió la idea de fundar una coral, lo cual desembocó en la creación del Orfeón Lamas en 1929. La coral debutó en 1930, cuando también fue creada la Orquesta Sinfónica de Venezuela (por iniciativa del mismo grupo); pero, desde 1923, ya Sojo impulsaba los valores criollos en la Escuela de Santa Capilla, con lo cual se inició la corriente nacionalista que tomó vuelo a partir de 1936. En 1932 Juan Bautista Plaza escribió su Fuga criolla y en los cuarenta aparecieron la Cantata Criolla (Antonio Estévez) y las suites Avileña (Evencio Castellanos), Caraqueña (Gonzalo Castellanos) y Margariteña (Inocente Carreño). En 1950 produjo Juan Bautista Plaza su Fuga sentimental.

Esa corriente había recibido un empujón en 1938 cuando Gonzalo Castellanos señaló la necesidad de recopilar, estudiar y clasificar la música folklórica venezolana mediante la creación del Archivo Nacional. Pero fue después de 1940, cuando se inició la estilización de joropos, valses y merengues, que estuvo a cargo de músicos populares y académicos, como es el caso del propio Castellanos y de Moisés Moleiro, quien escribió su compilación del baile nacional en su pieza Joropo. En los noventa vieron la luz las formidables creaciones sinfónicas criollas de Aldemaro Romero. Pero ya Sebastián Díaz Peña se había adelantado a todo esto con su criollísima Maricela, si bien es cierto que fueron principalmente los pianistas en general quienes entonces asumieron lo folklórico y lo tradujeron a su instrumento.

Si alguna vez fuesen creados salones de la fama regionales que buscasen exaltar los diferentes valores de los estados venezolanos, no hay duda que Sebastián Díaz Peña (1844-1926) sería un candidato seguro al Salón de la Fama de Carabobo, al lado de otros prestigiosos nombres como los de José Rafael Pocaterra, Manuel Vicente Romero García, Antonio Herrera Toro, Arturo Michelena, Luis Pérez Carreño, Augusto Brandt, Mirla Castellanos, Aldemaro Romero y Renny Ottolina. El pianista valenciano llegó a Caracas en 1877, cuando tenía treinta y tres años. Inmediatamente escribió Maricela, que dio inicio a la primera etapa del nacionalismo musical que despegaría con fuerza a partir de 1936. Entre sus primeras actividades en la capital, Díaz Peña se presentó en el Teatro Caracas al lado del pianista Heraclio Fernández, quien de muy joven salió de Maracaibo para residir en La Guaira. Fernández era habilísimo improvisador, pero Díaz Peña no se quedaba atrás, lo cual se puede detectar en Maricela, pues por tradición se sabe que siempre le agregaba algo de fantasía a cada interpretación, por lo cual se le hacía sumamente difícil transcribir al pentagrama las variantes fantasías que inventaba en cada ocasión. Maricela fue publicada por La Opinión Nacional el 14 de septiembre de 1877.

En 1886 Díaz Peña interpretó su joropo en un concierto, el cual se anunciaba así: Maricela, aires nacionales. En el mismo participó el gran flautista venezolano Manuel Guadalajara, pero a ninguno de los dos se le ocurrió fundir el piano con la flauta, instrumento que, al dejar atrás el clarinete del Cuarteto Caraquita, sería el que ahora lleva la voz cantante en los modernos ensambles, los cuales suelen interpretar “El diablo suelto”, mas no “Maricela”. Pero lo que interesa es que Díaz Peña, además de ser el primer músico en concebir una fantasía inspirada en genuinos aires populares, interpretaba su joropo mostrando la rica amalgama rítmica y melódica de la pieza, así como su indiscutible virtuosismo en el piano, pues Maricela exige de mucha destreza en el instrumento, ya que emplea octavas sincopadas con una combinación de ritmos binarios y terciarios (en compases de 6/8 y 3/4).

Dos coplas anónimas (o escritas por alguno de los poetas que entonces imitaban a nuestros copleros) sellan la primera “revuelta” del joropo (en la tercera, el piano imita los arpegios del arpa): Abre tus labios divinos/con tus alientos de rosa/pronuncia por mi destino/la palabra misteriosa./Te quiero más que a mis ojos/más que a mis ojos te quiero/pero más quiero a mis ojos/porque mis ojos te vieron.

Al Díaz Peña notar el ambiente afrancesado de los tiempos guzmancistas, tal vez quiso acentuar lo nuestro y por eso recogió muchos aires nacionales en su joropo. En ese sentido, supo aprovechar sus grandes conocimientos de lo criollo y, en particular, del arpa, para escribir Maricela e instrumentar sabrosos joropos, lo cual también hicieron los dos Francisco de Paula (Aguirre y Magdaleno) y Pedro Elías Gutiérrez, quien lo hacía de un modo magistral para la retreta y la zarzuela. El arreglo hecho por Díaz Peña de Maricela no se conoce, pero es muy probable que lo hiciera. Para tener una idea de cómo sonaría tan solo tendríamos que recurrir al arreglo que el maestro Pedro Elías Gutiérrez hizo de su Alma llanera, pues ése más o menos reflejaría el sonido y el espíritu del otro.

En 1890 hallamos al maestro Díaz Peña al frente de su propia agencia de espectáculos, de modo que también fue empresario, pero su contribución a la música es más concreta, ya que luego pasó a dirigir la orquesta oficial del General Cipriano Castro, a quien le escribió muchos valses. En 1904 le dedicó a Castro toda una colección de piezas de baile. En esa etapa también amenizó retretas y saraos (éstos, incluso, con una orquesta más ambiciosa que la banda militar que dirigía). En 1908 compuso el Himno del Estado Carabobo y a la caída del presidente se ausentó del país para regresar más tarde como director de la orquesta Gómez. Lo triste es que ya nadie toca Maricela; lo alentador es que El diablo suelto es cada vez más popular. No obstante, no hay que olvidar que Maricela fue un ejemplo matriz para muchos joropos como Alma llanera y Amalia, además de tal vez haber sido el primer clásico del género. Alma llanera muestra una exultante letra, pero Amalia, coplas (de Leoncio Martínez “Leo”) como Canto con mi canto/lo que yo aprendí en la escuela/bandera de Venezuela/porque yo te quiero tanto.

Por su parte, “El diablo suelto” fue uno de los auténticos primeros hits de su tiempo y lo tocaban en todo el país, al lado de La perica, tanto los músicos citadinos como los campesinos (donde la voz cantante podía ser el violín). Por haberlo compuesto, su autor merece aparecer en lo que sería el Salón de la Fama Zuliano, porque allí nació él.

En sus años adultos contrastaban la personalidad adusta y severa de Díaz Peña con la exuberante de Heraclio Fernández, de piel cobriza y ojos claros, cuyo padre, maracucho de pura cepa, lo describió como “el ser más raro de todos los habidos y por haber”. Raro y con talento, porque el joven Heraclio lo tenía en cualquiera de sus facetas como periodista, profesor, compositor, pianista y mago, pues también era prestidigitador, lo cual, en parte, se debía a sus rápidos dedos de pianista le facilitaban realizar trucos que lo hacían aparecer como un ser sobrenatural, porque eso era para la gente. De un sombrero vacío, prestado por un asistente a su demostración, por ejemplo, le vieron sacar camisas, pañuelos, ropas de mujer y hasta una lluvia de barajas. En 1877 escribía un cronista que “entre las muchachas está muy corrida la especie de que el Sr. Fernández tiene un pacto con el diablo”. Pacto o no, lo cierto es que un año después pensó en el malévolo, tratando de superar la velocidad de los vibrantes valses de entonces, y escribió El diablo suelto.







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