Vudú, Danzas y Angelitos
Bulevar 22/08/2021 08:00 am         


Si bien los cultos de vudú en Haití han sido históricamente cerrados, las reuniones de negros en la República Dominicana eran abiertas, como en Cuba



Por Eleazar López-Contreras


La atribulada historia de Haití ha sido escrita al ritmo de guerras, revueltas y revoluciones, que a nadie dejaba tiempo para cantar y bailar. Primero apareció el cruel tirano Henri Christophe I, hercúleo ex esclavo que hizo que lo proclamaran rey en 1807, que fue cuando descubrió que por sus venas corría sangre de los faraones egipcios. El insólito reino de terror que impuso este Pedro el Grande tropical incluía la pena de muerte para quien osara mirarlo a la cara sin su permiso. Después de un relativamente sano interludio republicano, que tuvo lugar entre 1820 y 1843, que fue cuando surgió un merengue primitivo, el país sufrió los embates del desquiciado Faustín Soulouque, esclavo reencauchado en general, supersticioso, analfabeta y vano, quien se hizo proclamar Emperador en 1848. Faustino I nombró una corte ad hoc constituida por una nobleza bufa de negros bembones, rodeando su Corte de una parafernalia de utilería barata.

Las placas de los granaderos eran latas de sardinas adaptadas y su propia corona era de cartón, pintada de dorado para que pareciese oro. En su descabellada y desmedida imitación por lo francés, adoptó la música gala como la preferida de la Corte. En las ceremoniosas cuadrilles se podían ver a estos cortesanos de opereta bailando con sus negras fondillonas, elegantemente trajeadas, que lucían joyas de latón y pelucas rubias. En 1852 se hizo consagrar solemnemente con su esposa, Su Majestad la negra Adelina, en un vistoso ceremonial napoleónico, si bien toda su corte practicaba el vudú. La africanía trajo las costumbres tribales a ciertas partes del Nuevo Mundo, al ritmo de tambores. En pleno siglo veinte gobernó Haití François Duvalier (Papa Doc), un médico que practicaba el vudú y que metió a todo el mundo en cintura con una crueldad inaudita. Su creencia en esas supercherías era tal, que decretó el vudú como religión oficial. Alguna vez lo convencieron de que un enemigo suyo, mandado a asesinar por él, se había convertido en un perro negro, por lo que ordenó matar todos los perros de ese color en la isla. Durante los primeros años de su gobierno (1957-71) floreció el turismo, apoyado en la Mafia que llevaba incautos jugadores para ser desplumados en los casinos en los cuales él era socio. Los turistas que no jugaban podían asistir a los cabarets de los hoteles (donde también él era socio), o asistir a sesiones reales de vudú.

Fue así como un grupo de ingenuos turistas norteamericanos, acompañados en el grupo por otros de diversas nacionalidades, pudieron presenciar una espeluznante sesión de hechicería en la que, a una delgada negrita de unos doce o trece años, le entró una moridera, se le voltearon los ojos y, los chicharrones, que los tenía como alambre enroscado, se le pararon de punta. La posesa también botaba espuma por la boca y se estiraba en espasmos como si estuviera en el medio de un ataque de epilepsia. Ese rito satánico ocurría al compás del ruidoso acompañamiento de frenéticos cantos y tambores. Durante la escalofriante ceremonia se podía escuchar a los asombrados turistas norteamericanos, decir: Oh my God!, a los no igualmente impactados, franceses, Mon Dieu! y los —más o menos— incrédulos de habla castellana, gritar: ¡Dios mío! Por su parte, en Brasil se daba la macumba, palabra bantú que significa tambor pero que ahora es un término peyorativo asociado con la magia negra. Así como en Haití coexistía el merengue, al lado del vudú, en Río de Janeiro ocurría lo mismo con los ritos de la macumba y las alegres batucadas que allí podían escucharse. Pero la música de cada uno era particular, como en los bailes de bembé en Cuba. El término bembé era empleado para describir los tremendos bululús donde se practicaban irreverentes ritos en los que se daba rienda suelta al desenfreno, los cuales solían terminar en robos, secuestros y hasta en asesinatos. Aunque de carácter litúrgico o ritual, tales cultos instigaban el bochinche y su música era considerada inmoral, escandalosa y vulgar. Esto trajo consigo su prohibición, por ser considerada símbolo de barbarie y perturbación, pero persistieron los cultos de los babalaos, que fue de dónde sacó Margarita Lecuna la idea para escribir Babalú.

Si bien los cultos de vudú en Haití han sido históricamente cerrados, las reuniones de negros en la República Dominicana eran abiertas, como en Cuba. En un libro del padre Jean-Baptiste Labat (1663-1738), este prelado se refiere al ubicuo baile llamado “calendas”, que no sólo se sancionaba por razones morales sino por razones de control social: "Se han hecho ordenanzas en las Islas para impedir las calendas (en Santo Domingo), no sólo a causa de las posturas indecentes y completamente lascivas de que la danza está compuesta, sino aún para no dar ocasión a las demasiado numerosas asambleas de los negros que, hallándose así reunidos en la alegría y lo más a menudo con aguardiente en la cabeza, pueden hacer revueltas, sublevaciones o partidas para ir a robar.

En esas “calendas” mencionadas por Labat, se danzaba al compás de un ritmo llamado upa, que fue el que le dio origen al merengue, el cual cruzó la frontera y se aposentó en Haití. Esos ancestrales rituales, con su correspondiente música, tenían un equivalente, por su primitivismo, entre los indios diseminados por todo el Caribe y, por supuesto, en tierra firme. En lo referente a Venezuela, los cronistas que reseñaron en el Orinoco algunos bailes indígenas, apuntaron que algunos eran acompañados de flautas, botutos y maracas, lo cual aderezaban con horribles aullidos. Algunos cantos, catalogados como “espantosos”, eran nasales y oscuros. “Hecho todo en el tono del miserere”, fue la descripción.

Pero una constante era la parranda con abundante chicha. Los primeros Conquistadores pudieron constatar que muchos indios se presentaban a sus fiestas disfrazados. La ceremonia, que era de índole sagrada (pero eso reseñado, en algunos casos porque había muchos tipos de ceremonia con embriaguez), comenzaba con cantos que contaban historias, a cargo de un solista cuyas frases todos repetían en coro mientras se balanceaban como embebidos en trance, y algo más que bebidos, pues lo que más le impresionó a los españoles es que “danzando y cantando” se sumían “en enormes borracheras” que algunos llamaron “borracheras sagradas”. En algunos bailes, cuando el brebaje comenzaba a surtir efecto en los bailarines y tocadores, el asunto degeneraba; entonces el sonido de los instrumentos se desconflautaba, igual que el look de los bailarines cuyos movimientos se destemplaban, a la vez que se les caía el penacho de la cabeza y se les desparramaban los colores pintados en la cara. Por supuesto, nada diferente, en el mundo moderno, a una mujer que, borracha perdida, pierde la compostura, pierde los zapatos de tacón y se le chorrea el maquillaje.

Los indios en general tenían bailes para diferentes propósitos: para curar a los enfermos, otros para poner nombre a los niños; otros para hacer la guerra, otros “con fines necios”. Los indios Kariña, de la Mesa de Guanipa en Anzoátegui, pero que también se hallaban al norte y al sur del Orinoco, en Bolívar, Monagas y Sucre, dieron origen al festivo baile del mare-mare, colorido como la vestimenta de sus niñas y ahora parte del folclore venezolano; pero también tenían un baile mortuorio, como los demás indios, al cual recurrían para asumir o quitar el luto, porque el asunto de los muertos, para todos los indígenas, era una cosa muy seria. Pero eso no ha sido así en tiempos modernos, en el Caribe, donde la muerte casi siempre se toma a chacota. Es así como la jocosidad caribeña habla con libertad de personajes que han cogido su cachachá para irse al otro mundo.

Claro, en la vida real hay más muertos que en la fantasía que alude a ellos. Pero, de todos modos, no faltan piezas en las que alguien termine siendo un cadáver, como es el caso de El negro bembón, a quien un policía racista raspa por tener los labios tan gruesos como los de Lotario. En tiempos de la conformación de ritmos apareció una pieza que decía “sobre una tumba, una rumba”. También está el caso de un famoso rumbero llamado Papá Montero, quien pidió que lo enterraran con música y toque de tambores en vez de lágrimas. La situación la recogió el cancionero folclórico de los 40 en una composición de Eliseo Grenet (autor de Mamá Inés) de quien parece que era su medio hermano. De ese legendario parrandero se decía que era “bebedor de trago largo, en mar de ron barco suelto”, por lo que, quienes lo velaban, procedieron a imitarlo y le dieron un entierro de rumbero, velándolo con su camisa roja y su melena planchada.

Ese tipo de jolgorio se vio en el interior de Venezuela, donde se bailaba al finado con un tremendo y aguardientoso joropo y, en Caracas, con el llamado baile de angelitos. La costumbre vino de Canarias donde bailaban al muertico, con la particularidad de que, antes de disponer de él, en el cementerio, le enviaban recados a los que ya habían tomado su mismo camino al más allá. Allí, como en Caracas (hasta el siglo diecinueve), la frase ritual del pésame era: “Que dios le dé mucha vida para que usted mande muchos angelitos al cielo”; pero en Canarias incluían mensajes en los cuales, a través suyo, transmitían recados como: “Dile a mi padre que la niña que dejó pequeña ya se casó, y que por aquí estamos todos muy bien. Y para que te acuerdes te pongo esta cinta de color verde”, o “Cuando llegues al cielo, si ves a mi madre, dile que no me olvido de ella”. Lo curioso es que, en ocasiones, esos recados eran imposibles de dar pues, si se trataba de un muertico de apenas meses, es muy difícil que el infante pudiese transmitir un mensaje cuando, tan siquiera, estaba en capacidad de decir “papá” o “mamá”.






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