Libro abierto: Mirco Ferri
Identidad 14/03/2021 08:00 am         


En la punta de la lengua está el gusto por los tiempos, esos que son viaje intangible desde la tinta o el perfume. Un escritor cuenta y se oye a sí mismo evocar sazones y razones a pedir de boca.



Italia para llevar 


Los aromas que emanan de los fogones italianos, ese perfume característico que contiene los efluvios de aquella riada de tomates desmayándose en las cacerolas, más los vahos de los pimentones, resistentes al principio, igual haciéndose aguas después, más el infaltable perfume dulzón de las zanahorias, más los que exudan las yerbas que se desgonzan a la brevedad en la superficie, más los que se desatarán cuando se le añadan dos tazas de mosto, se volverían lugarcomún más allá de los confines de la nación con forma de bota. Las fragancias del recetario básico mediterráneo viajaron, nos consta, y la memoria olfativa se encargaría de reproducirlos aquí y donde marcara el pasaporte.

En el documento se hace constar que su portador no tiene defectos físicos, que sabe leer y escribir, que el motivo de la entrada es transeúnte por un año, que su color de piel es blanco, que su religión es católica, que (…). Fecha de expedición: 11 de abril de 1956 (La puerta que se cierra, Mirco Ferri, página 64).

La familia del escritor Mirco Ferri se trajo en el equipaje aquellos olores ancestrales a Caracas y, aunque incorporaron ingredientes criollos a las salsas, polentas y estofados, los más semejantes, el hijo que nace en el trópico comprenderá temprano que la lengua sirve no solo para hablar en dos idiomas, en casa y en la casa de al lado, sino para saborear dos sazones, en casa y en la casa de al lado. “Siempre sabía distinto la comida afuera, cuando mamá cocinaba pabellón, en la carne mechada, en las caraotas negras y hasta en el arroz se sentía su sazón, y si hacía arepas, ponía su sello con una copiosa ración de parmigiano”. Efectos del confinamiento mediante, la trama construida de su puño y letra, a lo largo de dos novelas nostálgicas y tantos cuentos caraqueños premiados, da un viraje: vuelve al origen memorioso y genético a bordo de las papilas gustativas. La nostalgia, su santo y seña, se vuelve el plato fuerte. El autor se vuelve chef y convierte a Italia en sabor para llevar.

En el gran muelle había dos barcos atracados, supo que le tocaría viajar en el más feo. Se trataba del vapor Napoli (…) El barco tuvo una vida azarosa, que incluyó un incendio y posterior hundimiento por causa de un bombardeo (La puerta que se cierra, página 65)

Escribir sigue siendo una pulsión insoslayable para Mirco Ferri, no, no cambió de oficio, incorporó otro. Pasa que ha querido digerir de nuevo o de otra manera su propia historia, más que rumiar cuenta nuevamente el proceso pero refocilándoselo con la lengua que paladea. O acaso entre los cazos y pucheros donde se ablandan zuchinis y ofrendan su picores los peperonccinos hace lo que parece ser un destino recurrente: se reinventa. Ahora es un chefcritor. Así, el adjetivo calificativo se ha vuelto pizca de sal y el ajo, conjunción copulativa. En tanto que el prólogo del más leído cuento infantil, berenjena, y revolver, sin acento, claro, en verbo principal de la narrativa de los pasos no perdidos y de los sabores que anclan. Esa herencia también insoslayable, la del recetario heredado de la mamma, y a su vez de la nonna, ha vuelto a ser olor próximo —un respiro—, en medio de las borrosas coordenadas.

El autor de Vidas de perros y La puerta que se cierra, a su vez afanado en desempeños vinculados con la consultoría en el área de sistemas, desarrollo de microsoft empresarial y demás arideces ha convertido la memoria, los genes, el pasado en bandera productiva, en marca no solo de identidad. La cocina y la literatura, por cierto, tienen siglos haciendo delicioso maridaje. Bien avenidas desde que los placeres orales son los placeres orales no hay razones para circunscribirse a una y descartar a la otra. Lena Yau, poeta y novelista del género que bautizó gastroficción, vive esa dualidad gemelar con la misma intensidad con que vive en Madrid soñando Caracas. El escritor caraqueño Salvador Fleján es cocinero en un restaurante en Buenos Aires donde se mudó. Sumito Estévez no para de cocer y contar. Y el periodista Bernardo Fischer deslizará la tesis según la cual un mesero no dista mucho de un reportero: ambos anotan a las volandas datos sensibles a la interpretación que, según, producirán determinados resultados: una nota armada con estos o aquellos ingredientes… o una ¿olla?

Mirco Ferri rocía de tinta su menú: entrada o prefacio, plato principal o nudo, postre o desenlace y, así como asume su caraqueñidad y su presente emocional y geográfico cuando escribe y se ve en el espejo… Otra vez rodaba sobre la vieja y conocida carretera, Helga tenía su atención puesta en el paisaje (…) Hicimos la primera pausa para almorzar en un comedero típico de la llanura: unas cuantas mesas con rústicas sillas de madera y mecate entrelazado en el asiento y el respaldar y al fondo del local un gran fogón donde se cocinaban las piezas de res (…) para acompañar la carne ofrecían unos productos autóctonos: yuca salcochada, arepa de maíz pilao, aguacate y un queso de mano fresco, muy apetitoso (…) ¿Qué te parece la comida? Deliciosa, nunca había comido carne cocinada de esta manera. Se llama carne en vara. Caramba eres todo un conocedor (Vida de perros, página 119)… asimismo deja fluir la carga genética que lo constituye. Viaja a la raíz y es entonces cuando el exembajador de Italia en el país, el poeta Silvio Mignano, escribe que La puerta que se cierra es una suerte de versión en prosa del poema Mi padre el inmigrante. Frase de brindis que lo encumbra en la literatura, es la razón que lo deposita en la cocina.

El protagonista de su opera prima, un caraqueño cuya vida es la elipsis histórica de la ciudad esplendorosa que empieza a decaer desde los ochenta hasta desbarrancarse puede contener emociones de la trayectoria del autor. Todos protagonistas, Tomás, la ciudad y los perros, Mirco Ferri sazona con episodios gastronómicos telúricos y locales la escritura también nostálgica de esta novela que extraña a Caracas viviéndola (no es el único, no solo es cosa de ficción); que ama y lo ha construido así como él a ella. La que puede morder y masticar. Digerirla, quien sabe. Ella pidió una pizza de jamón serrano y yo una de queso rockefort y cebollas caramelizadas, todavía evoco el regusto entre ácido, amargo y dulzón de la combinación de sabores de mi plato (Vida de perros, página 76). Su plato existencial acaso está aquí retratado.

Escribir, en efecto, es un proceso de selección, de tonos, de procesamiento —como lo es crear una receta—, que se nutre de crudas verdades como papas calientes, de mangos bajitos, de tierra y terrón. En La puerta que se cierra, su segundo trabajo novelístico de, esta vez de no ficción, vuelve a Italia o al punto de partida (literalmente) y es el pasado doloroso y también dichoso el protagonista con sus fotos sepias, y los primeros balbuceos en este valle tibio y verde, de esperanzas. Es una vuelta que hace acaso buscando asideros y respuestas al desbarajustado presente que pone en aprietos el futuro y sin duda revuelve la sintaxis existencial. Si los padres migran a Venezuela, él ve partir a las hijas como un trágico ritornello. Todas las despedidas están en este libro que despide también aromas. Es un gesto de autodefensa más que recordar no olvidar. Salvaguardar la memoria también amenazada. Es la propia vida en conserva.

Si no hay peperoncino, pues apela al ají picante chirel, y cierto estilo de embutido que requiere la amatriciana lo sustituye por tocineta; no hay pecado en ello, ni desacato, se trata de darle vida a una evocación que de otra manera quedaría suspendida en un aparador a reventar de tanta nostalgia. No, que nadie aplique el refrán literario traduttore traditore. El encuentra que escribir y cocinar son asuntos similares: se reúne lo necesario, se macera, se organiza, se lleva a un hervor o al aceite hirviendo de la tensión narrativa, llega a un punto climático, se traga, se degusta y se evoca ¿quedó igual que la vez anterior? Dulce paradoja, se celebra en ambos menesteres tanto la fidelidad —el estilo que se repite— como la creación y la inventiva.

Mi madre Laura, mejor conocida por su diminutivo Lauretta, nació ocho años antes de que se declarara la guerra (…) Cuando la guerra alcanzó a Verona los abuelos tomaron la decisión de abandonar la ciudad, yéndose a la propiedad de unos parientes situada en una zona campestre, alejada lo suficiente como para ser objetivo de bombardeos. Quienes lo hacían recibían el sobrenombre de sfollati, que significa desalojados (…) Un día llegó a casa con una novedad: Lauretta me voy para América. Para mi madre las palabras Caracas y América sonaban a jungla (La puerta que se cierra, página 42 y 43)

Los productos que hace Mirco se llaman LaLauretta, como el apodo con que llamaban a su madre. “No, no me la pasaba en la cocina, era su territorio, pero la veía allí…”. Ahora —o como siempre— es su marca. El gusto al igual que la poderosa imagen de la progenitora produciendo vida, alimento, junto al fuego sin duda quedaron adheridos de manera tal que desde la memoria, como fuente de información, ahora reconstruirá las recetas y sus sabores y perfumes. El niño que no manipula sartenes, que se mantiene a raya en el oloroso portal, lee Pinocchio, el original, el de Collodi “no la edulcorada versión de Walt Disney”, y Cuore (Corazón) de Edmondo de Amicis, esa historia que es el recuento de un año escolar, “con los típicos personajes que se pueden encontrar en un salón de clases: el estudioso, el riquillo, el buller, el buleado, el defensor del buleado”. También De Los Apeninos a Los Andes, “cuentos que realzan valores como el patriotismo y el amor filial”. La saga inspiró esa comiquita de los 80 llamada Marco.

Lector que descubre que adora tener los pies en la tierra, y acaso en la que está, se dedicará después a leer a los autores latinoamericanos. Toca. Aunque confiesa que preferirá los textos de obra limpia, desprovista del barroquismo local, sin la exuberancia entretejida de trinitarias del realismo mágico, que halla seductor pero no es su línea; ja, como si Italia no tuviera estridencia de sabores, de diseño, de ademanes. “De los autores del boom quedé prendado por García Márquez, en especial por Cien años de soledad”, dice, “sin embargo hoy en día lo considero un libro sobrevalorado, presuntuoso e hiperbólico”. Prefiere Cuando quiero llorar no lloro, de Miguel Otero Silva. Y, sin salir del territorio, Historias de la Calle Lincoln, de Carlos Noguera, “una novela con la que me conecté enseguida porque se desarrolla en lo que fueron mis pateaderos naturales: Sabana Grande y el litoral central”.

Siempre con la nostalgia como elemento inapelable, cual aceite de oliva deslizándose en las partes y en el todo, encontrará fascinante en la adolescencia Gli incontri (Los encuentros) del periodista italiano Indro Montanelli. “Es una galería de retratos bastante desenfadados de todos los personajes que hicieron historia en la primera mitad del siglo XX: Golda Meier, Vittorio de Sica, Salvador Dalí, Fleming, Perón, Elizabeth Arden, como muestra de lo variopinto que resulta el libro”.

Y sin dudarlo, se decantará por sus favoritos de apellidos con ka, estos sí precisos: Keuoroac, Kundera, al que descubre de boca de Miyó Vestrini cuando la oye hablar por radio de la existencia de un libro con imágenes de sombreros de hongo, percheros, espejos: La insoportable levedad del ser, y Kafka. Del autor escoge América, “una semblanza de un territorio que nunca pisó pero reconstruye de manera tan verosímil”. Volviendo al territorio que pisa, porque lo suyo es viajar, aterriza en Ficciones de Borges, “aunque está claro que cuentos como La biblioteca de Babel, El jardín de senderos que se bifurcan, Funes el memorioso, y uno que en particular me encanta, Pierre Menard, autor de El quijote, son de una factura impecable y tienen la particularidad de dejarte pensando en ellos buscando qué más hay detrás”.

Y vuelta a la patria, América, tampoco puedo omitir a Cortázar y su Rayuela fundamental así como a Mario Vargas Llosa con su hilarante La tía Julia y el escribidor; es que Mirco Ferri adora el sarcasmo, que usa como plataforma principal desde donde opera en las redes sociales. La gracia le permite acotar y exprimir cuentos y minicuentos. La hondura con pasión por la transparencia y la imagen, para escribir largo.

De la cofradía del blog Panfleto Negro y colaborador del portal Letralia, es administrador del blog Depósito de nostalgias y del espacio virtual Transtextos cuyo timón comparte con Luis Garmendia y Javier Miranda Luque. Lo que hacen en este sitio virtual es habitar la palabra que se compone y se crea. Hacerla pálpito. Convocan debates, como el que acaban de hacer sobre el histórico y mítico Gran Café y ofrecen correcciones de texto. Preparan opiniones y prometen derrames de tinta con el tema de los siete pecados capitales, a propósito de la inminencia de la Semana Santa.

“Desgracia de Coetzee es otro libro dilecto, la desgarradora historia centrada en Sudáfrica que hace foco en los paradigmas de una sociedad que desde sus atavismos cruza el deseo de modernidad”. Tema que suena conocido, conocemos algunos olores con regusto a estereotipo, el del hormigón y el Banana Split en contraste con lo que no está resuelto. En cualquier caso, el autor, manos en la masa multicultural —siempre en Navidad hallaca y gnocci—, se resuelve. Se ufana de sus pedidos: hasta en Puerto La Cruz alguien solicita sus cuentos sofritos que llegarán listos para hornear. Unas puertas se cierran, una con grato olor se abre.






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