Ricardo Teruel, la casa como conservatorio de música
Vida 19/04/2020 07:00 am         


El confinamiento necesario contado por los hacedores. Habla desde su adentro y con tapabocas un compositor contemporáneo que habita en una sesera febril



Tensa calma y cordura. Da la impresión de que Ricardo Teruel sorteara con éxito la pausa arenosa de los días. Con la consciencia del tiempo exacerbada —y que músico no— prosigue en lo suyo. No indiferente, no poco empático, se informa sobre la noticia del día, los protocolos del coronavirus. Lo reconoce contumaz. La pandemia es como una manada de caballos desbocados a los que anuncia el ruido más y más cerca de sus cascos. No duda de que puedan desplomarse los partes oficiales. Es cuando menos inquietante que este contrincante invisible pueda hincarnos sus colmillos cuando tenemos las defensas bajas, los servicios están en crisis —agua, gasolina, luz— y el diagnóstico del sistema hospitalario es de pronóstico reservado. La mezcla, qué duda cabe, es explosiva. Pero este paréntesis que mientras parece deducirse por cuentagotas desactiva en un tris el planeta no le altera demasiado la rutina. Lo pilla en su sitio. No solo en un país que lleva rato en aprietos. Sino en casa. 



Divina domesticidad. Conoce qué contiene y en qué forma se organiza cada utensilio o apero en cada alacena o desván de la casa. La historia de cómo se pintó en la pared el conjunto de manos infantiles y la del arabesco azul trazado en el muro de la entrada. Machismos aparte, el laureado artista venezolano trabaja en su oficina hogareña. Es decir, que se hace cargo del mantenimiento, a la vez que compone su música premiada en medio mundo. En el teclado del piano o en el de la compu, desarrolla los nuevos proyectos audiovisuales que estrenan vitrina en su recién estrenada cuenta de instagram y, tan creativo, inventa instrumentos desde lo imposible. Es decir que la coyuntura de confinamiento —no el me too— lo encuentra con una suma importante de horas de vuelo. Lo afecta pero no a su lucidez.

Su oficio de profesor sí que está alterado porque el catedrático de la Simón y Unearte ahora dicta clases, o toma la lección, o propone tareas de manera telemática. Y aunque la tecnología la asume como parte del mundo real —con esa herramienta, además de con el piano, hace música—, le gusta la interacción humana en tercera dimensión. Creador que disfruta la soledad donde produce y se asume “no demasiado sociable”, admite que le hace falta salir a la superficie, luego de la inmersión. 

El afuera ideal. Con preferencia, eso sí, por las reuniones nutritivas en que los integrantes se cuenten con los dedos de la mano, este ciudadano imaginativo y activista caraqueño de la causa democrática que ocupa el gentilicio, extraña también los conciertos. Es parte del rito de sus performances compartir con el público que no sólo debe oírlo: debe jugar e incorporarse a la experiencia. Por ejemplo, mientras proyecta en una pantalla las imágenes que construyen una narrativa acompasadas con sonoridades contemporáneas, como hojas, gotas, rombos o ramitas que se parten a la ene, pide a la primera fila que ronronee, a la segunda que reproduzca ininterrumpidamente el sonido de una vocal, a otros que emulen la lluvia y a los de allá que hagan en coro un chito prolongado. Con una sonrisa que le achina los ojos, él dirige aquello que es catártico, sensorial y sobre todo divertido.

En el Museo de Petare un suceso inesperado tuvo que ver con la manera con que consigue esa conexión con el público. La gente aplaudía sus explicaciones sobre cómo había cortado con precisión aquella hilera de botellas atadas que parecen una marimba de vidrio —parecen contener el eco del agua— o cómo, reparando un entuerto eléctrico el también ingeniero electrónico había descubierto la musicalidad de un cable que de inmediato, allí mismo, haría ulular. Le extrajo un silbido tan exótico e irresistible que un curioso visitante voló a la escena, literalmente. Un pájaro —a él sí se le aproximó uno real— se posó en el alero de tejas del techo bajo el cual Ricardo Teruel hacía su demostración y arrancó a cantar. Gran dúo. 

El tiempo siempre es una incógnita o viva Dalí. Delgado como la flauta, alto como el bajo, ágil de manos y veloz de pensamiento, mientras hornea algo —el reloj avisará—, le da forma a una composición y la visualiza. Al cabo de unas horas, o días de experimentación, habrá redondeado una obra provocadora y original de un minuto, equivalente a un aforismo, que colgará en las redes. Una que de la que Walt Disney podría pensar que tiene cierto aire en común con Fantasía, para luego retractarse: la de Teruel será una pieza de contenidos más abstractos. Conmovedora pero más sesuda. Otra cosa.

El mundo en pausa, él no para. Mientras el tiempo parece detenido, Ricardo Teruel mantiene su propia medición. Su tictac mental. Su metrónomo creativo. Y no deja de trabajar. Ha compuesto un ya profuso repertorio de obras cortas que concentran su atención y al parecer son tendencia. “No tengo el tiempo de antes”, asegura mientras trabaja en estas piezas de rápido acceso, portátiles, para llevar, que han conquistado tantos likes que es fácil pronosticar, de montarlas, un lleno de sala. “En otro momento y en otras circunstancias dedicaba varios meses, incluso años, componiendo obras escénicas”. En su haber tiene dos infantiles, la ópera El niño de la mirada clara y una sinfónico-coral con gestos De la cabeza a los pies ¿o es al revés? que aguardan por ser estrenadas. ¿No es hora? 

La pensadera. Finalista del concurso Carl Orff de Alemania, junto a cinco alemanes, cuatro europeos ¡y él el único americano! e invitado como autor por el espacio Anna Frank con motivo de la conmemoración anual en Memoria de las Víctimas del Holocausto —compuso Agujeros en el alma—, el hijo de Guillermo Teruel, el autor del celebérrimo pasaje Juan José, tiene en su árbol genealógico, vía materna, raíces rusas, las que salen a flote frente a los fogones, a la hora de montar una sopa roja de remolachas —como el cabello de su solidaria esposa—, en intensa fusión con la venezolanidad desportillada, la que vence en el recetario de unas hallacas criollas con variaciones. 

En la música se acomodará en partes iguales o mejor desiguales el todo cultural que lo constituye y lo define como el irreverente que es. Cuando se graduó presentó el examen de piano desconociendo la banqueta. Apasionado que entiende en la paciencia de los procesos —sean creativos, sean políticos— es aliado de la paz y un convencido de la necesidad de oírnos como un acorde plural. No por eso puede considerársele dócil, no tiene nada que ver. La mascarilla que lleva no es mordaza, que nadie lo intente hacer callar. 

¿Qué más? Por si fuera poco, transcribe sus composiciones creadas en territorios virtuales al pentagrama, nota por nota, cosa que puedan imprimirse, y traduce la música de sus óperas, que interpretan 22 instrumentos, a uno solo, el piano, bajo la mirada atenta de un dúo de gatos bien arrellanados.

La salida. Inventor del toc-toc-tero, hecho con varios sonajeros de juguete suspendidos en un alambre que rematan dos corchos de botella de vino; del pizzi botella, una cuerda de nylon que se tensa sobre una botella plástica que termina siendo como un uno; de la liralata, una lata de leche asida a un palo de escoba y surcada de cuerdas, ve el país como otro enfermo que resiste, y apura el trago amargo produciendo. El ir cocinando lo bueno en el mientras tanto es una manera de apresurar la reconstrucción. Hay un país en pausa y un compositor que no tiene tiempo que perder. ¿Componer el país? ¿Es la clave? Clave de mi amor sostenido mayor. 

País bendito, contra todo pronóstico. Y sí, también conoce la teoría no conspirativa que dice que hay huracanes anunciados que en el camino pierden brío. Quizá salgamos de esta especie de guerra silenciosa pronto. Ojalá.   







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