La Fiesta de la Tradición
Identidad 12/04/2020 07:00 am         


La verdad sea dicha, siempre hubo preferencia por lo foráneo



Por Eleazar López-Contreras


Mientras Puerto Rico, Cuba, Argentina y México acariciaban sus jojotas danzas, jarabes y otras manifestaciones musicales propias (claro, con claras influencias foráneas), al punto que las piezas publicadas en Cuba en el siglo 19, incluían contradanzas (San Pascual Bailón en 1803), guarachas y boleros, una Venezuela bélica y política todavía fijaba sus ojos en Europa. Aparte de los estilos regionales, que durante muchos años permanecieron desconocidos por el resto del país, en contraposición a las danzas de salón de figuras, en cuanto a la música propiamente urbana apenas sí se salvaba el valse criollo. Éste tuvo un gran auge, a partir de 1870, hasta que los años 30 produjeron un movimiento que comenzó a desvelar lo nacional, hurgando en fuentes autóctonas. Argentina, Brasil y Cuba ya contaban con Williams, Levy y Saumell; pero Venezuela hubo de esperar hasta 1936 —año en que México ya contaba con un movimiento de música nacionalista encabezado por Carlos Chávez—, que fue cuando sus músicos comenzaron a adoptar lo criollo con propiedad, lo cual tuvo un momento culminante, extendido en varias décadas, con Aldemaro Romero, especie de Leonard Bernstein venezolano que dignificó lo popular nuestro con Dinner in Caracas, lo modernizó con la Onda Nueva y le dio significación formal con sus creaciones sinfónicas. Antes de eso, el criollismo apenas sí producía tímidos amagos, pero nada innovador. En el carnaval de 1941 tocaba la orquesta Venezuelan Boys en La Suisse. El show estaba a cargo del Conjunto Tocuyano, que presentó el baile del tamunangue. Aparte de algún otro destello de tinte “folklorista” —Barlovento fue la pieza más popular de ese mismo año—, el hecho real es que Caracas desconocía la verdadera tradición musical del país, a pesar de la labor criollista realizada por Lorenzo Herrera, la Orquesta Mavare y Los Cantores del Trópico. Si bien las radio emisoras de esos años tenían orquestas (hasta con violines) que interpretaban el repertorio criollo, en general la música nuestra no era bien vista; encima, no se desarrollaba porque los puristas veían con el horror que la música fuera un negocio y, la verdad sea dicha, porque también siempre hubo preferencia por lo foráneo.

En un sentido más folklórico, hubo algunos intentos de divulgación (como la presentación de El mampulorio y El pájaro guarandol en el Teatro Nacional, en 1946); pero fue en 1948 que, bajo la dirección de Juan Liscano, se organizó en el Nuevo Circo de Caracas, la gran Fiesta de la Tradición, Cantos y Danzas de Venezuela, cuyos representantes de la provincia seleccionó el investigador Arturo Álvarez D’Armas. Los antecedentes de la Fiesta de la Tradición la hallamos en la Exposición Nacional que tuvo lugar en 1883, donde hubo de todo lo relacionado con la identidad del país, menos en la música. Esa fue la primera gran exposición organizada en Venezuela, si bien hubo muchas otras de carácter internacional en varias partes del mundo, donde el país envió muestras de su desarrollo, entre las que destacan las de Londres (1862), París (1867), Viena (1873), Bremen (1874), Santiago de Chile (1875), Filadelfia (1876), París (1878), Buenos Aires (1881) y, por supuesto, durante el siglo veinte, pero la música no era preponderante. En la Exposición de Nueva York, en 1939, se presentaron los múltiples sabores de frutas de Helados EFE, empresa que la familia Espinosa-Fernández había comenzado en 1926 (con helados caseros). Pero allí tampoco hubo música, como sí ocurrió en la gran Feria Mundial organizada, en esa misma ciudad, en 1964. En todo caso, en la gran Fiesta de la Tradición de 1948, donde se emplearon todos los recursos técnicos para realzar cada acto, se presentaron todas las deslumbrantes y novedosas manifestaciones folklóricas regionales, ejecutadas por sus auténticos cultivadores en la más formidable y completa concentración de identificación musical, ornamental y coreográfica nacional jamás vista con anterioridad en el país. Su importancia, como lo recalcó Tulio Hernández, radica en que este magno espectáculo fue “la entrada del pueblo y de las regiones venezolanas como protagonistas de formas culturales legítimas y diversas, que sumadas, unidas o combinadas, darían pie a la consolidación de una vigorosa y auténtica cultura nacional hasta entonces inexistente”. A esto agrega el sociólogo y periodista, que La Fiesta de la Tradición “permitió reunir por primera vez en un mismo escenario el más diverso y completo repertorio de manifestaciones de la música y la danza tradicional venezolana, hasta el momento apenas conocidas aún en su región de origen”.

Así se dieron a conocer —enumera en su crónica— “el Sebucán, los Chimbangueles, los Diablos Danzantes de Yare, la Fiesta de San Juan, la Parranda de San Pedro, la Chichamaya y, entre otros, el Joropo”, además de El Carite, El Pájaro Guarandol y El Tamunangue, todos presentados con suficiente brillo y autenticidad como si hubiesen sido ejecutados en su contexto emotivo original, fuere música de regiones de mar, valle, llano o montaña. Estos bailes y músicas finalmente se dieron a conocer en los actos culturales escolares, al lado del ahora olvidado Himno al árbol de Pietri y Granado, y revalorizaron lo criollo en general, logrando su apogeo bajo el ala nacionalista del Nuevo Ideal Nacional de los cincuenta (un tanto como, años después, en el nuevo siglo, la atención nuevamente se volcara hacia lo criollo en los medios, los cuales, sin embargo, pusieron su énfasis en apenas algunas manifestaciones modernas, como la música creada por los llamados ensambles, echando a un lado casi todo lo bueno hecho anteriormente con mayor ambición instrumental). La Fiesta de la Tradición revivió la música llanera, que ya era conocida en sus formas típicas y en sus adaptaciones urbanas, en las retretas dominicales y, en parte, a través de los toros coleados y de piezas de teatro como la zarzuela Alma llanera y de la revista El rey del joropo. Pero fue a partir de ese magno Festival cuando lo tradicional fue impulsado luego por artistas y críticos-promotores, instituciones y orquestas sinfónicas, en lo que pareciera ser un distante eco del Festival. Éste había demostrado, con impactante efectividad, que lo folklórico subyacía vivo y lo expuso ante el público y críticos internacionales en sus formas más auténticas. Algunos músicos entresacaron una que otra melodía, de las que se presentaron en el Nuevo Circo, y la convirtieron en ritmos bailables más digeribles y “comerciales”.

Este fue el caso de El carite, que se convirtió en el tema de la orquesta de Pedro J. Belisario; pero lo más importante fue el descubrimiento del “Indio” (Ignacio) Figueredo, el arpista más recio de Apure, si bien lo más sorprendente de todo el Festival y del propio hecho de su formidable montaje y proyección, es que todas esas expresiones artísticas permanecían intactas en su propio hábitat. Fue precisamente esa condición de anonimato la que hizo posible sustraerlas y mostrarlas con toda su pureza. En parte, ese anonimato se debía al aislamiento del país de la Península y de las regiones entre sí. Escribe Alirio Díaz: “Esto da a entender que el patrimonio artístico que trajeron los negros, los soldados y los labriegos en los siglos 16 y 17 permaneció por largo tiempo incontaminado en sus raíces esenciales, prosiguiendo todavía hoy una buena parte de éstos a nutrir el arte tradicional popular de la República”. A ello contribuyó la vida estacionaria de la Colonia, que no era propicia para el cambio. El coplero nacional, que llegó a Caracas desde Oriente y los Llanos con los soldados de la Independencia, y que le cantaba a lugares, hechos y personajes históricos, desde Colón y Fernando VII hasta Juan Vicente Gómez (Juan Crisóstomo el coriano/ tumbó a Páez el titán;/ Juan Pablo tumbó a Guzmán/ y Juan Vicente a Cipriano), fue posteriormente alabado por Udón Pérez nacido en la tierra de la gaita marabina, que tanto daría que hablar en la capital, a partir de mediados del siglo pasado:¡Qué profunda intención, qué poesía/qué acervo de genial filosofía/ encierran pueblo amado, tus canciones…/tu fe sencilla, tu esperanza ardiente/Dios, la Patria, los Héroes tutelares./Hechos, leyes, costumbres, tradiciones./Todo vive y palpita en tus cantares. Esos “cantares” intentó difundirlos el organista panameño Salvador Muñoz con El carite, el Mare-Mare, El pájaro guarandol y Fúlgida luna. Muñoz buscaba un éxito, basado en ese repertorio, que era conocido de todos. Su hermano Avelino lo obtuvo, más tarde, con el Guararé (en 1949), además de acompañar a Bobby Capó en La múcura, que fue muy popular; pero Salvador, que había estado en Caracas años antes (en 1940), no tuvo suerte y, sin pensarlo dos veces, así como vino, decidió irse con su órgano a otra parte.







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