La noche del martes 22 de octubre de 2002, catorce altos oficiales se trasladaron hasta la Plaza Francia (mejor conocida como Plaza Altamira) y colocaron un inmenso pendón tricolor en el emblemático obelisco que eterniza la memoria de su constructor Luis Roche. Los oficiales, luego de una decisión del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) que consideró los hechos del 11 de abril de ese año como resultado de un vacío de poder y no de un golpe de Estado, llegaron acompañados por el abogado defensor Carlos Bastidas y un grupo de dirigentes de organizaciones de la sociedad civil que se venían activando en las calles contra el gobierno de Hugo Chávez, más que en rechazo a medidas concretas, como advertencia sobre lo que habría de ser el rumbo de un modelo que ya se divorciaba de la tradición democrática de cuarenta años. A las horas, oficiales, suboficiales y soldados, se sumaron a la acción amparada en el artículo 350 de la Constitución que consagra el derecho a la desobediencia civil. Los protagonistas eran militares con sus uniformes de campaña pero sin armas, que a partir de ese momento iban a estar acompañados día tras día, durante más de un año, por miles de venezolanos descontentos.
Entonces existía una clara polarización política que había dado pie a los paros y protestas previas, cuando ante una gigantesca manifestación (la más grande registrada hasta entonces, si no se toma en cuenta la clásica marcha del 14 de febrero del 36 de los estudiantes y obreros caraqueños contra el gobierno de Eleazar López Contreras, en el comienzo de la transición posgomecista) era convocada por organizaciones civiles, la CTV, Fedecámaras y otras instancias al margen de las dirigencias de los partidos políticos. En esos días con la presencia en Caracas del secretario general de la OEA, César Gaviria, se iniciaba un proceso de Negociaciones y Acuerdos entre oposición y gobierno, y que luego habría de concluir con la convocatoria a un referéndum revocatorio, curiosa figura contemplada en la Constitución Nacional Bolivariana de 1999. Se trataba de una crisis fundamentalmente política, por cuanto en general los problemas nacionales en buena medida se mantenían en los mismos términos de los gobiernos anteriores. La inflación no representaba una amenaza urgente; los precios del petróleo no conocían ningún incremento notable; temas como la inseguridad y el estado de los servicios públicos enfrentaban problemas y dificultades pero de ninguna manera daban pie para la activación de mayores reclamos. Si bien la “resistencia de la Plaza Altamira” era protagonizada por militares, estos no portaban armas y apelaban a soluciones políticas y constitucionales, lo cual no dejaba de llamar la atención de los observadores extranjeros que en todo caso la asimilaban a la larga tradición democrática del país. El fracaso del paro nacional de diciembre, encabezado por los trabajadores petroleros luego de los despidos masivos de la alta gerencia de Pdvsa y la realización con los resultados conocidos de un revocatorio que después de marchas y contramarchas se realizó el 14 de agosto de 2004 y que finalmente relegitimó el mandato de Chávez, fueron factores que desvanecieron, como era lógico, la novedosa acción cívica protagonizada por uniformados civilistas.
La tarde del pasado martes 30 de abril de 2019, la misma plaza se vio ocupada nuevamente por un fuerte contingente humano que provenía del cercano Distribuidor de Altamira, encabezado por Juan Guaidó presidente de la Asamblea Nacional, quien asume la condición de Presidente Encargado, y Leopoldo López quien después de más de cinco años de prisión esa madrugada había sido rescatado de su domicilio por un comando especial y que planteaba una nueva etapa en la llamada “Operación Libertad” que promueve desde el 23 de enero de este año el cese de la usurpación, elecciones libres y lógicamente la salida de Maduro. Casualmente López la tarde del 22 de octubre de hace diecisiete años se desempeñaba como alcalde del municipio Chacao y estuvo atento a que la novedosa jornada se desarrollara sin violencia. Ahora el escenario es distinto. El país enfrenta ya no solo una polarización política acentuada significativamente después de la desaparición de Hugo Chávez y el ejercicio de la presidencia por Nicolás Maduro, sino un cuadro en lo económico y social que se considera inédito e impredecible en los términos de un continente que tradicionalmente ha estado enfrentado a severas complicaciones. Se registra la hiperinflación más alta del mundo; un nivel de economía informal en este caso emparentada con ciertas prácticas delictivas que despiertan el interés de los investigadores de la materia a nivel mundial y la inserción del “caso Venezuela” en el nuevo esquema geopolítico mundial (este factor relevante no existía en aquellos años) lo cual ha conducido a que el país viva un proceso de acelerado aislamiento y estrangulamiento económico, además de la persistente presión de la mayoría de los países latinoamericanos por un cambio en la forma de gobernar. Si bien la sociedad civil ya no ejerce el protagonismo de la jornada, en este caso la tarea tampoco corresponde a los partidos políticos de la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) que en los últimos meses por discrepancias internas han conducido a la dramática orfandad de las propuestas opositoras. El espacio propio de ambos factores es ocupado ahora por factores internacionales y fundamentalmente por el gobierno de Estados Unidos que en las últimas horas ha seguido la situación venezolana -de manos del propio presidente Trump- como si se tratara de un conflicto que amenaza la seguridad de la potencia y no de una crisis generada en Venezuela y por los venezolanos y que solo puede tener respuestas en los mismos términos.
El hecho cierto es que en buena medida lo ocurrido en el pasado se reproduce ahora, lógicamente agravado, en las escenas que se viven en las últimas horas en el histórico escenario del este caraqueño de nuevo poblado de banderas, gritos, cantos y consignas. Lo que ocurrirá en el futuro inmediato es un tema para mayores consideraciones.