Dos Reyes en Acción
Identidad 14/06/2020 07:00 am         


El Rey del Cuatro y el del Joropo se defendían de la mejor manera posible, rasguñando lo que podían; pero en materia de viveza, el del cuatro era el más veterano, astuto y sinvergüenza de los dos



Por Eleazar López-Contreras


Cierta vez se juntaron Alfredo Alvarado y Jacinto Pérez (cuyo nombre verdadero era Rafael Jesús Blanco González), reyes del joropo y del cuatro, respectivamente. Jacinto fue uno de los mejores cuatristas que tuvo Venezuela, antes de que insurgieran nuevos e increíbles valores —muchos de ellos promovidos por Cheo Hurtado, a través del programa “Siembra del cuatro”—. De Jacinto dijo Freddy Reyna que éste tocaba mejor que él. El asunto es que Jacinto improvisaba y punteaba de una manera asombrosa, mientras que Freddy no lo hacía y tocaba, formalmente, sin improvisar. En otro campo en el que le ganaba el rey del cuatro, era en sus picarescas andanzas y “salidas”. Cierta vez, ambos “reyes”, alebrestaron a todo el mundo, en una bodeguita ubicada en la caraqueñísima parroquia de La Pastora. Al correrse la voz que los conocidos artistas populares estaban en la bodega, la gente comenzó a aglomerarse. El relato de Alfredito se debe al testimonio verbal recogido por Edmundo Aray. “Dice el pulpero: ‘¿Por qué no tocas algo?’ Bueno, vamos a hacerle un registro, compai. Jacinto sacó el cuatro y comenzó a registrar. Y empezó a juntarse la gente en la bodega, tiriquitín, titiquitán, tán, y gente y gente, titiquití tíquititán, y cuando vinimos a ver la bodega estaba llenita de gente. Pero comenzó a llegar más porque me arranqué a bailar. ‘¡Baile, colega!’, me dijeron, ‘déjese de profesionalismo’; y yo a bailar y la gente adentro y afuera de la bodega hasta que aquello parecía un tumulto y llegó la policía en una camioneta de madera y un sargento con un sable. El sargento entra, se enmochila el sable y pregunta: ‘¿Qué es lo que pasa aquí? Esto es como un motín’. No, no es ningún motín, y la gente le abrió paso. ‘Entre, Sargento’. ‘¿Qué es lo que pasa aquí? —grita el Sargento—‘. Murmullos y otros gritos. El Sargento se puso violentísimo. ‘¿Qué es lo que pasa? Esto es un tumulto y aquí va todo el mundo preso’. Entonces se le acerca Jacinto: ‘Mire, compai, aquí no pasa nada, sencillamente estamos dando una fiesta’. ‘No —responde el Sargento—, ustedes están alterando el orden público’. ‘Sargento —le dice Jacinto— usted está equivocado’. ‘Yo estaré equivocado —grita el Sargento—, pero usted está preso’. Intervengo yo: ¡Caramba! Señor Agente, no sea usted tan… ‘¡Usted también va preso!’ Y uno del público le dice: ‘Esto es una injusticia’. ‘¡Pues usted también está preso!’ ‘Pero no puede ser —grita otro de la barra—‘. ‘¡Y usted también!’ Nos metieron en la camioneta. Sólo se oía un murmullo en la bodega. Fuimos a parar a la Jefatura. En la Jefatura el Agente le dice al guardia: ‘Alteración del orden público y oposición a la autoridad’. Interviene Jacinto: ‘¡Escúcheme, señor agente!’ ‘No le escucho. Cállese la boca’. Se opusieron y se opusieron, tenían un motín en la calle. ‘Anjá, muy bien —dice el policía desde el escritorio—, déjeme tomar los datos. ¿Qué número es usted? Agente número tal’. Se fue el Sargento. ‘Ahora usted, diga: Cédula, estado civil, profesión’. ‘Espere un momento, señor Agente —dice Jacinto—, ¿usted sabe quién soy yo? Pues yo soy Jacinto Pérez, el Rey del Cuatro’. ‘¡Anjá! —le responde el Agente—, usted es Jacinto Pérez, el Rey del Cuatro… Pues vamos a meterle cuatro días de calabozo’. Entonces Jacinto le contesta: ‘¡Carah!, compai, menos mal que no soy el Rey del Arpa’. Los policías y la gente que estaba de curiosa se echaron a reír. El Sargento también rió. De pronto dijo: ‘Suelten a esta gente que dentro de un rato nos tienen montando un bochinche aquí’. Regresamos a la bodega a celebrar”.

El Rey del Cuatro y el del Joropo se defendían de la mejor manera posible, rasguñando lo que podían; pero en materia de viveza, el del cuatro era el más veterano, astuto y sinvergüenza de los dos, y también quien maquinaba las más increíbles formas de sacarle provecho a las circunstancias para hacerse de un dinero. Refiere Alfredito (según testimonio verbatim, tomado por Aray en su simpático libro sobre el pícaro bailarín): “Fuimos a trabajar al Colegio de Abogados. Nos pagaron quinientos bolívares (un poco más de 100 dólares de la época). Pero a Jacinto no le pareció suficiente. Y me dice: ‘Compai, aquí hay que sacar más dinero’. ¿Pero cómo? —le pregunto—. ‘Aguántese, ya usted va a ver’. Entonces una vieja lo interrumpe: ‘Jacinto, qué bien toca usted. ¿Por qué no nos toca unos pajarillos aquí en la mesa, fuera del espectáculo?’ ‘¡Cómo no, señora!’ Jacinto me picó el ojo. Seguimos a la señora. Nos sentó en unas sillas situadas frente a una mesa donde estaban los mesoneros y un montón de vasos y güisqui. La gente se levantaba de sus sillas y se acercaba a dejar los vasos y tomar otros. Iban y venían. Jacinto captó bien el movimiento. En una de esas se paró un doctor, de paltó cruzado, zapatos brillantes y los ojos aún más brillantes que los tragos. Un presidente de banco, muy nombrado. Mientras el hombre esperaba que le sirvieran el vaso de güisqui, Jacinto le puso el cuatro sobre la silla. El doctor vino a sentarse y ¡crás, crás, crás, crás!... ¡Ay! ¿Qué pasó? Y Jacinto grita: ‘¡Ay, mi madre! ¡Qué desgracia! ¡Mi pan de cada día! ¡Mi cuatro de pino amarillo! ¡Mi cuatro traído de Panamá!’ Y se puso a llorar. Y la gente: ‘¡Consuélese, señor! No es nada, Jacinto’. ‘¡Cómo que no es nada! Mi pan de cada día. Esto es una desgracia’. El doctor, todo atribulado, le toma un brazo a Jacinto, se lo lleva a un rincón y le dice: ‘Despreocúpese. Yo pago lo que sea, todo tiene remedio, cálmese’. Le hizo un cheque al portador por mil bolívares. ¡El cuatro no valía más de veinticinco en Barquisimeto!”.

En esa oportunidad, Jacinto lo arregló con la mitad pero hubo veces en que se alzaba con todo. Esto ocurrió en 1942, en la inauguración del Hotel Ávila, el cual fue concebido por el destacado arquitecto estadounidense Wallace K. Harrison, quien diseñó el Rockefeller Center y el edificio de las Naciones Unidas en Nueva York, contratado por Nelson Rockefeller, quien quiso hacer algo excepcional, por lo que, personalmente, eligió el terreno del hotel en San Bernardino, donde todo el mundo decía que eso era monte y culebra. El Hotel Ávila fue inaugurado por el entonces presidente Isaías Medina Angarita, el 11 de agosto de 1942. En esa ocasión, albergó en la suite presidencial al propio Nelson Rockefeller, quien doce meses atrás había preguntado al general López Contreras qué necesitaba Caracas para invertir en la ciudad, a lo que el presidente respondió: "Un buen hotel". Así comenzó esta historia, que llegó a incluir, de forma inesperada, a los famosos reyes del joropo y el cuatro. Alfredito y Jacinto fueron invitados a tocar y bailar gratis a esa inauguración, con la posibilidad de que los contrataran para presentarse en el Norte. Sólo les dieron una habitación donde comieron bien. Lo que ocurrió en la gran gala de inauguración, lo cuenta el propio Alfredo Alvarado, según palabras recogidas por Edmundo Aray.
“’Ahora vamos a tener el gusto de presentar para ustedes al Rey del Joropo venezolano, Alfredo Alvarado (aplausos), y al Rey del Cuatro, Jacinto Pérez (aplausos)’. Yo salí a quemarme el pecho —¡rán, rán, rán!—, y bailé un tronco de joropo. Muchos aplausos, Gritos: ¡Otra, otra, otra! Y vuelve Jacinto con otro pajarillo. ‘¡Arriba, Alfredo!’, y salgo a bailar. Aplausos y bis. Salgo, agotado, sudando por todas partes. Cuando voy de retirada, veo el espectáculo más tremendo: Jacinto con el sombrero de cogollo recogiendo por todas las mesas. Al primero que recogió fue al Presidente Medina. ‘General —le dijo—, eche aquí algo porque esto aquí es gratis y usté sabe cómo es la vaina, estamos pelando’. Y el General sacó su billetera con una gran sonrisota. A Jacinto se le fue llenando el sombrero de billetes. Cuando lo vio lleno, lo cerró y cogió camino de la puerta principal. El cuatro lo dejó abandonado. Cogió un carro de alquiler y desapareció. Yo estaba petrificado. El locutor Paiva Ravengar, que nos había contactado, se paseaba de un lado a otro. ‘¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia!’ El americano que había contratado el espectáculo, decía: ‘¡Oh carramba! ¡Cómo ser esto! ¡Cañonerros! ¡Limosnerros! ¡Pedirr en fiesta ser un descrédito! ¡Usted buscar esa gente!’ Yo también busqué a Jacinto durante varios meses como palito de romero. Pero el hombre se esfumó. Jacinto era muy vivo y tracalero; además siempre andaba en busca de dinero, por lo que hacía cualquier cosa para conseguirlo, o de ahorrarlo. Además, como nunca lo tenía, era muy mala paga. A veces reunía a un grupo para “matar un tigre” y contrataba músicos extras por pequeños montos que después no cubría. Eso ocurrió con el guitarrista Luis Cruz (autor del Cumpleaños feliz venezolano), quien se presentó en varios modestos espectáculos, por los cuales Jacinto siempre le debía, hasta que un día Luis se topó con él y le reclamó: “Me debes ochenta bolívares por dos toques”, lo presionó Luis. “¿Ochenta?”, le respondió Jacinto y, sin pensarlo, le espetó: “Préstame veinte y te debo cien”.







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